“LA ROSA FLORECE PORQUE FLORECE.
No necesita preguntarse por qué,
Ni jactarse de nada..
Para atraer mi mirada”
Exhalados por el Mar,
Experimentamos la separación de los Orígenes.
El útero materno es la imagen y extensión biológica
del útero divino, vacuidad grávida de existencia que nos engendra sin cesar.
Para ser gestados biológicamente, necesitamos un tiempo
y un espacio,
Durante nueve meses habitamos ese lugar,
Paraíso de comunión
Donde todo nos es dado y donde todo está amortiguado
en ese ámbito acuoso y traslúcido en el que flotamos.
Pertenecemos y nos pertenece ese estanque, ese jardín,
esa cueva, ese palacio.
En él se alumbra nuestra primera identidad, frágil
silueta que no conoce todavía distinción entre lo de dentro y lo de fuera,
entre lo propio y ajeno,
Entre yo, el otro y lo otro.
Progresivamente, esa espaciosidad empieza a
estrecharse. Lo mismo que nos permitía crecer comienza a ser obstáculo,
Hay que partir, des-pertenecerse.
Así se produce la primera ruptura, la angustia
primigenia y la primera libertad.
Para crecer hay que arriesgarse y separarse.
El libro del Génesis relata la Creación como una
sucesión de escisiones.
Sin alejamiento y diferenciación no hay crecimiento,
no puede proseguir el proceso de individuación,
Cuando comencemos a instalarnos habrá que partir. Será
siempre así.
Pero hay que hacerlo a su tiempo: si nos anticipamos
no permitimos la maduración; si nos retrasamos obstaculizamos la
transformación.
Desamparados al nacer, arrojados a la intemperie,
necesitamos imperiosamente sabernos parte de alguien.
El primer gesto del recién nacido es el abrazo, el
impulso de tomar y de ser tomado. Nos agarramos a cuanto se deja, como el bebé
coge los dedos que se le acercan.
Necesitamos ese contacto.
No podemos vivir al raso sin el calor de presencias
cercanas que constituyen nuestro primer lazo. Así sobrevivieron nuestros
ancestros.
Entre el yo y la inmensidad está el calor de la tribu
que ha visto cómo nacíamos y dábamos los primeros pasos. Diversas pertenencias
a la largo de la vida:
-comunidad de sangre, de lengua, de ideología, de
creencias o incluso una afición compartida-
Nos cobijan frente al cielo abierto, frente al páramo
inmenso, protegiéndonos del viento huracanado que azota la indefensa membrana de
nuestra piel.
Por el contacto experimentamos la unión y la
separación. Nos acercamos unos a otros para sentir ese roce y cerciorarse de
que no estamos solos.
Al mismo tiempo, la piel que nos
envuelve nos separa de todo lo que ella no contiene.
Melloni
Melloni
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