Desde
mi ventana
De
mi hogar recuerdo sus ventanas y lo que veía por ellas. De ventanas adentro,
cada día sucedía al anterior sin alterarlo, como si todos los días fueran uno:
ayer, el mismo que mañana. De ventanas afuera, en cambio, cada día era diferente.
Lo alteraban el semblante del cielo, la visita de la lluvia o el beso eterno
del sol, derramándose al atardecer sobre los tejados y los ventanales de los
pisos más altos, por algunos de los cuales la caricia de la luz se espejaba en la alegría de los geranios que
sus vecinos cuidaban sin saber muy bien por qué: solo por gratitud a la vida.
Por
la ventana de mi casa podía ver las de los otros edificios que habitaba el
vecindario. Mientras iba deslizando mis ojos por cada una de ellas, pensaba que,
detrás de cada ventana, viviría otra familia: como la mía o tal vez, muy
diferente. Yo no conocía a ninguna pero era precisamente eso, el desconocerlas
a todas, lo que estimulaba mi curiosidad. A veces, podía ver, de lejos, a una
mujer abriendo su ventana y sacudiendo una alfombra. Otras veces, cuando era ya
de noche y los vecinos habían encendido las luces de la casa, los espiaba al
otro lado del cristal, mientras cenaban y se movían por la cocina o la salita
de estar.
Pero
sobre mi curiosidad solía prevalecer, al fin, mi fantasía. Y ésta desplazaba mi
atención del vecindario a los edificios que habitaba. Como los molinos de
viento al ingenioso hidalgo le habían
parecido gigantes, a mí me parecían seres vivos aquellos rimeros de viviendas
que se levantaban por encima del mío. Como vivos de verdad, mudaban el color de
sus fachadas y cornisas cada vez que empleados diligentes acudían a repararlos.
A otros pude verlos crecer desde sus comienzos durante su construcción día a
día hasta admirar su altura, su solidez, su escueta geometría.
Y
sin embargo, la verdadera vida de todos aquellos hogares superpuestos como
columbarios se me revelaba no en las mudanzas de sus de sus primeros o terceros
días sino en los últimos, cuando ya vacíos, quedaban expuestos a la acción
demoledora de la piqueta municipal. Arrasado el solar que habían ocupado, podía
levantarme cualquier mañana con la novedad del inmueble que se empezaba a
edificar en su lugar. Quedaba, entonces, en mi memoria el recuerdo del vivo que
había muerto para dejar sitio a otro. ¿Puede alguien dar vida sin exponerse a la acción demoledora de la muerte?
Lo
que uno expone a la acción demoledora de la piqueta es el cimiento, el
fundamento. Para dejar sitio a otros hay que exponer el fundamento de uno
mismo, que es también el de los demás y, en suma, el de todo, aun de lo que nos
parece fundamental en la vida. Y este fundamento de todo es la escucha. Más
hondo que cualquier principio fundamental está excavado el cimiento de la
escucha, la capacidad de escuchar.
Sin
esta capacidad, los cimientos o principios del vivir se quedan hundidos en la
arena y pueden ser removidos en cualquier momento. Nos pasamos la vida
hablando, como quienes excavan sin cesar bajo la arena, y nos falta escuchar.
No nos falta, desde luego, opinión sobre lo que nos parece fundamental en la
vida. Sucede, sin embargo, que lo fundamental en la vida necesita, a su vez,
fundamento. Pues bien, este otro fundamento de
todo, aun de cuanto nos parece fundamental, es, como acabamos de
apuntar, la disposición para escucharnos unos a otros.
La
escucha es el fundamento de todo. Sólo la capacidad de escuchar, sin falsedades
ni fingimientos, nos humaniza y fortalece nuestra capacidad para levantar la
vida con el otro. Aunque a la mayoría de nosotros nos cueste admitirlo,
escuchar es lo que nos falta. Sobre todo, escuchar con el corazón, que es tanto
como decir: me interesan tus pensares y sentires, lo que me cuentas; me
preocupo por ti. Nos pasamos la vida hablando sin parar.
No
hace mucho, mientras hacía un poco de limpieza para que no me comieran los
papeles, me encontré con este pensamiento que alguien me envió. “cuestión no es
si puedes hablar o dejar de hablar con las personas a las que quieres después
de su muerte. La cuestión es si te has detenido lo suficiente a escucharlas
cuando estaban vivas” Es verdad casi nunca escuchamos lo suficiente para
conocer en profundidad. Casi nunca dedicamos el tiempo suficiente a entender y
hacer caso, más allá de un simple intercambio de comentarios sin importancia, agradables
y divertidos.
Nuestro
sentido de la vida cambia, se robustece y gana en holgura, cuando damos oídos
al otro con atención para que nos cuente: no estás solo, no estás sola, me
intereso por ti con sinceridad, con franqueza verdadera. Pero escuchar tiene también otra recompensa: la de no
perdernos lo mucho que, a buen seguro, los demás tienen siempre que
enseñarnos. Si, cuanto más abierta y
sincera es la escucha, más compartimos. Mejor nos comunicamos.
En
realidad, todo ese vecindario cuyas ventanas podía contemplar desde la mía se
situaba a cierta distancia de mi casa porque, entre él y yo, se alzaba la mole de un instituto de
enseñanza media, con su patio de recreo y deportes en primer término. En ese
centro se cursaba entonces bachillerato nocturno y fue éste el que me devolvió
–lo recuerdo bien- de la fantasía a la realidad; o de la vana curiosidad a la
esperanza cierta.
Cada
vez que, caída la noche, se iluminaban las aulas del pabellón destinado a las
clases de nocturno, yo me asomaba a mi ventana y me fijaba bien en lo que
podía. Primero, los alumnos, que me parecían tan mayores, sentados en sus
pupitres. Y, después, el profesor, junto a la pizarra, explicando su lección.
Todo, eso sí, en silencio, como si de un acto litúrgico se tratara. La distancia
y el cristal de las ventanas impedían que llegara hasta mí el menor ruido o
atisbo de escolar algarabía.
Yo,
entonces, embelesado durante unos instantes mientras observaba el rito, me
volvía a mi madre y le decía, muy seguro.
-mamá,
cuando sea mayor, quiero ir a estudiar al instituto.
-anda,
sí que ya me lo has repetido muchas veces…y ahora deja de mirar por la ventana
y ven a cenar- me insistía siempre ella.
Y
así fue. Pasaron los años y alcancé la edad de estudiar en el instituto de mis
sueños. Claro que, cuando yo inicié mis estudios de enseñanza madia, habían
suprimido el nocturno en aquel instituto. Cuando caía la noche, las luces de
las aulas ya no se encendían desde hacía tiempo. El rito y su silencio eran ya
un recuerdo de la infancia. Los adolescentes de mi generación no necesitábamos
trabajar para poder estudiar como aquellos jóvenes que había visto en el
nocturno apenas unos años antes.
Pero
aquel mundo que había despertado mi curiosidad, primero, y mi fantasía,
después, no comenzó su transformación durante las noches de mi infancia,
mientras espiaba embelesado el rito de las aulas nocturnas. Su verdadera transformación comenzó a plena luz
del día, a las horas en que la piqueta municipal inicia sus labores de
demolición para dejar sitio y solar.
Cuando
pisé, por vez primera, el instituto que, de niño, había observado desde mi
ventana al caer la noche, recuerdo que lo primero que hice fue acercarme, no
sin poca timidez, a los ventanales de mi aula de primer curso de bachillerato.
Y lo que vi me dejó sin palabras. LO que vi no esperaba verlo como lo estaba
viendo. No esperaba verlo así porque nunca. En realidad, lo había visto: ni así
ni de ninguna otra manera. Lo nunca visto: era la realidad. Y ¿qué ví, pues? …Pues
la ventana de mi propia casa.
Aquella
ventana desde la que yo me había asomado al mundo por primera vez, desde la que
había espiado en toda su vitalidad, en sus cambios cotidianos, en su nacer y
morir, me la había imaginado grande, muy grande y limpia, como un espejo en el
que uno pudiera ver desde fuera lo mismo que yo había visto desde dentro. ¿Es
que un niño podía imaginarse de otro modo la ventana de su casa, la atalaya de
su mundo? Pues no, claro que no. Y, si no, que nos pregunten a los adultos cómo
nos imaginamos el mundo: ¿no es nuestro mundo el mundo, el único que existe?
¿no solemos creer que las cosas que vemos son tal como nosotros las vemos?
Lo
que yo vi el día que miré por la ventana de mi instituto fue una ventana
pequeña, una más entre otras. Y el edificio cuyo cuarto piso ocupaba mi casa
era, a su vez, uno más del vecindario. Mi atalaya, mi punto de vista, era, en
realidad, insignificante. Y yo había estado encerrado durante años en un mundo
insignificante que había confundido con el centro, la atalaya del mundo entero,
el punto de vista privilegiado para poder verlo todo.
En
realidad, la atalaya desde la que cada uno mira el mundo deja de ser
insignificante cuando, desde ella, sirve al mundo. Cuando la mira, pero no para
juzgarlo sino para ponerse a su servicio.
***
El monje y el filósofo