La familia
está para lo bueno, lo necesario y lo doloroso. También puede convertirse en un
entramado de conflictos, chantajes emocionales y traumas que ahogan la
capacidad de crecer.
Somos, en
parte, el resultado de un sinfín de cruces parentales que depositaron en
nosotros su legado, no solo patrimonial. La mayoría de las personas que sufren
algún tipo de dolor anímico encuentran las causas del mismo remontándose a los años de convivencia
familiar o, como ahora sabemos, a códigos inscritos en su árbol genealógico.
Culturalmente
hemos elevado a la familia al paradigma del bienestar afectivo, la del sustento
de un país e incluso como un sacrosanto mandamiento divino. ¿Quién es el guapo
que se atreve a poner en duda su valor? Y ahí aparece la paradoja: ¿cómo
desentrañar sus perversiones cuando es el valor absoluto de una sociedad y la
base afectiva de una persona? ¿Cómo formalizar la salida de una familia que
puede estar maltratándonos, neurotizándonos o ahogándonos, si el vínculo de
sangre es para toda la vida? No podemos ponernos en contra de la familia, pero
¿significa eso justificarla en todo?
Nada más
llegar a este mundo tenemos la tarea de encontrar la proximidad a un adulto con
capacidad de cuidar y proteger. De ahí nace el apego. En el caso de existir una
respuesta satisfactoria, tendemos a desarrollar una estrategia secundaria: o
bien se hiperactivará el apego (demanda de atención o lo que popularmente
llamamos estar pegados a las faldas de la madre) o bien se desactivará
(inhibición emocional). Nace así un estilo afectivo, una manera de amar y ser
amados. Simplificándolo mucho, tenderemos a ser promotores de amor o, por lo
contrario, mendigos afectivos que nos dejaremos querer, o huiremos asustados
por el medio a perdernos en el otro.
La seguridad
del vínculo tiene otra función mayor: permite explorar el entorno. Lo veremos a
diario, cuando esos pequeñines alardean de sus primeros pinitos. El grado de
confianza o desconfianza que tengamos ante la vida y los demás y nuestra
autoestima tendrá mucho que ver con la fuerza de ese vínculo y sus dos
condiciones: que sea estable y perdurable, basado en el afecto y el amor. Eso
sí, nadie entiende lo mismo por afecto y por amor.
Ahora
imaginemos a unos padres que, por miedo y exceso de control, mantengan a esa
personita metida en una burbuja de protección. En lugar de reforzar su sistema
de confianza, están depositando cantidades ingentes de miedos y fobias futuras.
Del mismo modo, unos padres descuidados someterán a sus hijos a peligros
innecesarios y situaciones que pueden acabar en traumas. O aquellos otros que,
con la mejor de las intenciones, han colmado a sus hijos de todo lo que han
querido, cuando lo han querido. Muchos se lamentan después de haber criado
pequeños tiranos narcisistas. ¡Qué difícil saber lo que es más adecuado!
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