Nadie necesita
explicarse sus necesidades para conocerlas sino para reducirlas, para
justificar su renuncia a satisfacerlas, al menos de momento. Uno sabe que tiene
hambre o sed antes de saber por qué. La explicación la necesita no para comer o
beber sino para abstenerse del alimento o de la bebida cuando o en la medida
que sienta necesidad de ellos. Tampoco necesita explicarse uno por qué necesita
silencio cuando le molesta el ruido o la palabrería. Ya por sí mismo se explica
y está claro.
La vida, se ha
escrito, tiene “porque” pero no tiene por qué. La vida es sin por qué. Ella
tiene ya las respuestas antes que nosotros,
¿No es verdad que
no se siente vivir, cualquiera que sea su estado de ánimo, sin que sepa
explicarse cómo ha llegado a él? Antes de saber muy bien por qué está triste o
contento, sabe ya que lo está. El por qué justifica su estado de ánimo; no lo
provoca. Lo que nos duele a todos cuando, por ejemplo, desaparece uno de
nuestros seres queridos, es la ausencia. La muerte explica, justifica, la
ausencia, pero no es la muerte lo que duele primero. Lo que duele, aun antes de
saber por qué, es el no poder ver, oír, tocar al que se ha ido.
Claro que el saber
por qué explica el dolor y, al explicarlo, lo vuelve más grande, más
inconsolable, más inexplicable. No hay en la vida “por qué” capaz de explicarlo
todo. No hay “por que sin otro “por qué. A uno le duele la muerte de sus seres
queridos porque ella explica su ausencia. Pero es la ausencia lo que duele
primero, lo que da, por sí mismo, dolor.
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