La escucha y la acogida a las personas
cercanas o en la exclusión social convierte al voluntario en ese “alguien” en
quien se puede confiar, estando atento a la necesidad de expresión de cada
interno. El lenguaje sirve para poner nombre a las cosas, decir cómo es la
realidad que nos envuelve. También para crear un mundo que está “más allá” de
las cosas. Sirve para expresar y dar vida a nuestros sentimientos, lo que
vivimos y lo que somos. Pero el lenguaje no se limita a las palabras. Hablamos
también con los gestos, con el cuerpo. Quizás la mayor carencia de este
colectivo social sea la no presencia de alguien a quien confiar su experiencia
de sufrimiento, su soledad frente a la ausencia, silencio o mutismo de los
otros compañeros de viaje, encerrados como él en su propio aislamiento; no tener
a nadie para poder volcar todos sus sentimientos en la confianza de ser
escuchado y acogido. Esta ausencia de “alguien” en quien confiar se refleja en
el rostro, en su mirada triste. Su rostro y su mirada es su lenguaje más
elocuente. Los excluidos no necesitan tanto que les “hablemos” cuanto que
estemos dispuestos a escuchar. Ellos necesitan hablar, comunicar lo que
sienten, lo que viven.
La
espiritualidad “atiende” el vacío existencial del humano carnívoro. Su
presencia “yacente” en el universo, está falta de razón y verdad; dado que todo
acto humano está sometido a otra constelación de afirmación: y así
infinitamente.
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