Todos
tenemos secretos y necesitamos contarlos. El problema es lo difícil que resulta
evitar la tentación de airearlos a los cuatro vientos y las consecuencias de
hacerlo.
A todos nos ha sucedido
alguna vez. Revelamos a alguien cercano una información confidencial y un
tiempo después descubrimos que el secreto ha sido aireado a los cuatro vientos.
¿Cómo ha sucedido?
Siguiendo la aritmética
de los rumores, lo más probable es que el confidente haya sucumbido a la
tentación del “¿sabes que….? Y haya transmitido la novedad a una persona de
confianza, con la coletilla final de “no se lo digas a nadie”. Este segundo
receptor, al estar desvinculado de la fuente principal, lo contará a una media
de tres personas, cada una de las cuales lo propagará a otras tantas. En
cuestión de días que la información sea patrimonio de medio centenar de
personas. ¿Qué nos lleva a compartir secretos y por qué es tan difícil guardarlos?
Algunos psicólogos hablan
de tres niveles de existencia que conviven dentro de cada persona. El más
externo es nuestro personaje, es decir, aquel que presentamos al mundo porque
queremos que nos vean de determinada manera. Es la fachada que exhibimos, la
imagen corporativa que nos define.
En un nivel intermedio
estaría el YO cotidiano. Cuando estamos con nuestra familia o en un entorno
donde nos sentimos cómodos, dejamos de lucir fachada y nos permitimos ser
naturales….hasta cierto punto, pues hay un tercer nivel, que es la vida
secreta.
En el tercer nivel
sucede aquello que uno se permite ser cuando nadie está presente. Y esta vida
secreta no tiene que ser necesariamente un asunto oscuro o turbio. A veces
alberga solo el deseo de cambiar de empleo, una próxima separación o el
proyecto de engendrar un hijo.
Si la información se
encuentra en ese nivel es porque la persona ha decidido que esos hechos no
trasciendan aún. Sin embargo, el ser humano casi siempre necesita un testigo a
quien confiar aquello que no debe saberse. Aquí empieza la dificultas y el
peligro.
Miralles…… sigue
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