La rutina nos da agilidad y soltura en la ejecución de actos. Y, sobre todo, nos ayuda a permanecer, a morar en los lugares que transforma con su varita de permanencia. Nos libra de la intemperie, nos ofrece una morada que no nos abandona y a la que podemos volver. También nos arraiga. Da raíces a nuestros actos y nos predispone a la acción.
Deméter, la madre tierra, tenía una hermosa hija llamada Perséfone que un día estaba jugando en un prado. De pronto, Perséfone tropezó con una preciosa flor y alargó las puntas de los dedos para acariciar su bella corola. Súbitamente el suelo empezó a estremecerse y un gigantesco zigzag rasgó la tierra. De las profundidades de la tierra surgió Hades, el dios de Ultratumba. Era alto y poderoso y permanecía de pie en un carro negro tirado por cuatro caballos de color espectral. Hades agarró a Perséfone y la atrajo a su carro en medio de un revuelo de velos y sandalias. Después los caballos se precipitaron de nuevo al interior de la tierra. Los gritos de Perséfone sonaban cada vez más débiles a medida que se iba cerrando la brecha de la tierra como si nada hubiera ocurrido. Los gritos y el llanto de la doncella resonaron por todas las piedras de la montaña y subieron borbotando en un acuático lamento desde el fondo del mar. Deméter oyó gritar a las piedras. Oyó los gritos del agua. Después un pavoroso silencio cubrió toda la tierra mientras se aspiraba en el aire el perfume de las flores aplastadas. Arrancándose la diadema que adornaba su inmortal cabello y desplegando los oscuros verlos que le cubrían los hombros. Deméter voló sobre la tierra como ave gigantesca, buscando y llamando a su hija. Aquella noche una vieja bruja les comento a sus hermanas junto a la entrada de su cueva que aquel día había oído tres gritos: uno era el de una voz juvenil lanzando alaridos de terror; otro; una quejumbrosa llamada; y el tercero, el llanto de una madre. No hubo manera de encontrar a Perséfone y así inició Deméter la búsqueda de su amada hija a lo largo de varios meses. Deméter estaba furiosa, lloraba, gritaba, preguntaba, buscaba en todos los parajes de la tierra por arriba, por abajo y por dentro, suplicaba compasión y pedía la muerte, pero, por mucho que se esforzara, no conseguía encontrar a su hija del alma. Así pues, ella, la que lo hacía crecer todo eternamente, maldijo todas las tierras fértiles del mundo, gritando en su dolor: “¡morid! ¡morid! ¡morid!” A causa de la maldición de Deméter ningún niño pudo nacer, no creció trigo para amasar pan, no hubo flores para las fiestas ni ramas para los muertos. Todo estaba marchito y consumido en la tierra reseca y los secos pechos. La propia Deméter ya no se bañaba. Sus túnicas estaban empapadas de barro y el cabello le colgaba en enmarañados mechones. A pesar del terrible dolor de su corazón, no de daba por vencida. Después de muchas preguntas, súplicas e incidentes que no habían dado el menor resultado, la diosa se desplomó junto a un pozo de una aldea donde nadie la conocía. Mientras permanecía apoyada contra la fría piedra del pozo, apareció una mujer, más bien una especie de mujer, que se acercó a ella bailando, agitando las caderas como si estuviera en pleno acto sexual mientras sus pechos brincaban al compás de la danza. Al verla, Deméter no pudo por menos de esbozar una leve sonrisa. La bailarina era francamente prodigiosa, pues no tenía cabeza, sus pezones eran sus ojos y su vulva era su boca. Con aquella deliciosa boca empezó a contarle a Deméter unas historias muy graciosas. Deméter sonrió, después se rió por lo bajo y, finalmente, estalló en una sonora carcajada. Ambas mujeres, Baubo, la pequeña diosa del vientre, y la poderosa diosa de la Madre Tierra Deméter se rieron juntas como locas. Y aquella risa sacó a Deméter de su depresión y le infundió la energía necesaria para reanudas la búsqueda de su hija y, con la ayuda de Baubo, de la vieja bruja Hécate y del sol Helios, consiguió finalmente su objetivo. Perséfone fue devuelta a su madre. El mundo, la tierra y los vientres de las mujeres volvieron a crecer.
Pinkola
Deméter, la madre tierra, tenía una hermosa hija llamada Perséfone que un día estaba jugando en un prado. De pronto, Perséfone tropezó con una preciosa flor y alargó las puntas de los dedos para acariciar su bella corola. Súbitamente el suelo empezó a estremecerse y un gigantesco zigzag rasgó la tierra. De las profundidades de la tierra surgió Hades, el dios de Ultratumba. Era alto y poderoso y permanecía de pie en un carro negro tirado por cuatro caballos de color espectral. Hades agarró a Perséfone y la atrajo a su carro en medio de un revuelo de velos y sandalias. Después los caballos se precipitaron de nuevo al interior de la tierra. Los gritos de Perséfone sonaban cada vez más débiles a medida que se iba cerrando la brecha de la tierra como si nada hubiera ocurrido. Los gritos y el llanto de la doncella resonaron por todas las piedras de la montaña y subieron borbotando en un acuático lamento desde el fondo del mar. Deméter oyó gritar a las piedras. Oyó los gritos del agua. Después un pavoroso silencio cubrió toda la tierra mientras se aspiraba en el aire el perfume de las flores aplastadas. Arrancándose la diadema que adornaba su inmortal cabello y desplegando los oscuros verlos que le cubrían los hombros. Deméter voló sobre la tierra como ave gigantesca, buscando y llamando a su hija. Aquella noche una vieja bruja les comento a sus hermanas junto a la entrada de su cueva que aquel día había oído tres gritos: uno era el de una voz juvenil lanzando alaridos de terror; otro; una quejumbrosa llamada; y el tercero, el llanto de una madre. No hubo manera de encontrar a Perséfone y así inició Deméter la búsqueda de su amada hija a lo largo de varios meses. Deméter estaba furiosa, lloraba, gritaba, preguntaba, buscaba en todos los parajes de la tierra por arriba, por abajo y por dentro, suplicaba compasión y pedía la muerte, pero, por mucho que se esforzara, no conseguía encontrar a su hija del alma. Así pues, ella, la que lo hacía crecer todo eternamente, maldijo todas las tierras fértiles del mundo, gritando en su dolor: “¡morid! ¡morid! ¡morid!” A causa de la maldición de Deméter ningún niño pudo nacer, no creció trigo para amasar pan, no hubo flores para las fiestas ni ramas para los muertos. Todo estaba marchito y consumido en la tierra reseca y los secos pechos. La propia Deméter ya no se bañaba. Sus túnicas estaban empapadas de barro y el cabello le colgaba en enmarañados mechones. A pesar del terrible dolor de su corazón, no de daba por vencida. Después de muchas preguntas, súplicas e incidentes que no habían dado el menor resultado, la diosa se desplomó junto a un pozo de una aldea donde nadie la conocía. Mientras permanecía apoyada contra la fría piedra del pozo, apareció una mujer, más bien una especie de mujer, que se acercó a ella bailando, agitando las caderas como si estuviera en pleno acto sexual mientras sus pechos brincaban al compás de la danza. Al verla, Deméter no pudo por menos de esbozar una leve sonrisa. La bailarina era francamente prodigiosa, pues no tenía cabeza, sus pezones eran sus ojos y su vulva era su boca. Con aquella deliciosa boca empezó a contarle a Deméter unas historias muy graciosas. Deméter sonrió, después se rió por lo bajo y, finalmente, estalló en una sonora carcajada. Ambas mujeres, Baubo, la pequeña diosa del vientre, y la poderosa diosa de la Madre Tierra Deméter se rieron juntas como locas. Y aquella risa sacó a Deméter de su depresión y le infundió la energía necesaria para reanudas la búsqueda de su hija y, con la ayuda de Baubo, de la vieja bruja Hécate y del sol Helios, consiguió finalmente su objetivo. Perséfone fue devuelta a su madre. El mundo, la tierra y los vientres de las mujeres volvieron a crecer.
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