TERTULIAS/CHARLAS SOBRE COACHING EMANCIPADOR EN EL CÍRCULO DE COACHING ESPECIALIZADO.



Periódicamente nos reunimos en "petit comité", con un aforo máximo de 10 personas, para debatir sobre COACHING EMANCIPADOR.
Son diálogos participativos para realizar una "iniciación" en la disciplina del coaching adaptada a tu universo de sueños.
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LO QUE APARECE EN EL TÉRMINO ESTABA EN EL ORIGEN, PERO NO LO SABÍAMOS.



Desde mi ventana
De mi hogar recuerdo sus ventanas y lo que veía por ellas. De ventanas adentro, cada día sucedía al anterior sin alterarlo, como si todos los días fueran uno: ayer, el mismo que mañana. De ventanas afuera, en cambio, cada día era diferente. Lo alteraban el semblante del cielo, la visita de la lluvia o el beso eterno del sol, derramándose al atardecer sobre los tejados y los ventanales de los pisos más altos, por algunos de los cuales la caricia de la luz se  espejaba en la alegría de los geranios que sus vecinos cuidaban sin saber muy bien por qué: solo por gratitud a la vida.
Por la ventana de mi casa podía ver las de los otros edificios que habitaba el vecindario. Mientras iba deslizando mis ojos por cada una de ellas, pensaba que, detrás de cada ventana, viviría otra familia: como la mía o tal vez, muy diferente. Yo no conocía a ninguna pero era precisamente eso, el desconocerlas a todas, lo que estimulaba mi curiosidad. A veces, podía ver, de lejos, a una mujer abriendo su ventana y sacudiendo una alfombra. Otras veces, cuando era ya de noche y los vecinos habían encendido las luces de la casa, los espiaba al otro lado del cristal, mientras cenaban y se movían por la cocina o la salita de estar.
Pero sobre mi curiosidad solía prevalecer, al fin, mi fantasía. Y ésta desplazaba mi atención del vecindario a los edificios que habitaba. Como los molinos de viento al ingenioso hidalgo  le habían parecido gigantes, a mí me parecían seres vivos aquellos rimeros de viviendas que se levantaban por encima del mío. Como vivos de verdad, mudaban el color de sus fachadas y cornisas cada vez que empleados diligentes acudían a repararlos. A otros pude verlos crecer desde sus comienzos durante su construcción día a día hasta admirar su altura, su solidez, su escueta geometría.
Y sin embargo, la verdadera vida de todos aquellos hogares superpuestos como columbarios se me revelaba no en las mudanzas de sus de sus primeros o terceros días sino en los últimos, cuando ya vacíos, quedaban expuestos a la acción demoledora de la piqueta municipal. Arrasado el solar que habían ocupado, podía levantarme cualquier mañana con la novedad del inmueble que se empezaba a edificar en su lugar. Quedaba, entonces, en mi memoria el recuerdo del vivo que había muerto para dejar sitio a otro. ¿Puede alguien dar vida sin exponerse a  la acción demoledora de la muerte?
Lo que uno expone a la acción demoledora de la piqueta es el cimiento, el fundamento. Para dejar sitio a otros hay que exponer el fundamento de uno mismo, que es también el de los demás y, en suma, el de todo, aun de lo que nos parece fundamental en la vida. Y este fundamento de todo es la escucha. Más hondo que cualquier principio fundamental está excavado el cimiento de la escucha, la capacidad de escuchar.
Sin esta capacidad, los cimientos o principios del vivir se quedan hundidos en la arena y pueden ser removidos en cualquier momento. Nos pasamos la vida hablando, como quienes excavan sin cesar bajo la arena, y nos falta escuchar. No nos falta, desde luego, opinión sobre lo que nos parece fundamental en la vida. Sucede, sin embargo, que lo fundamental en la vida necesita, a su vez, fundamento. Pues bien, este otro fundamento de  todo, aun de cuanto nos parece fundamental, es, como acabamos de apuntar, la disposición para escucharnos unos a otros.
La escucha es el fundamento de todo. Sólo la capacidad de escuchar, sin falsedades ni fingimientos, nos humaniza y fortalece nuestra capacidad para levantar la vida con el otro. Aunque a la mayoría de nosotros nos cueste admitirlo, escuchar es lo que nos falta. Sobre todo, escuchar con el corazón, que es tanto como decir: me interesan tus pensares y sentires, lo que me cuentas; me preocupo por ti. Nos pasamos la vida hablando sin parar.
No hace mucho, mientras hacía un poco de limpieza para que no me comieran los papeles, me encontré con este pensamiento que alguien me envió. “cuestión no es si puedes hablar o dejar de hablar con las personas a las que quieres después de su muerte. La cuestión es si te has detenido lo suficiente a escucharlas cuando estaban vivas” Es verdad casi nunca escuchamos lo suficiente para conocer en profundidad. Casi nunca dedicamos el tiempo suficiente a entender y hacer caso, más allá de un simple intercambio de comentarios sin importancia, agradables y divertidos.
Nuestro sentido de la vida cambia, se robustece y gana en holgura, cuando damos oídos al otro con atención para que nos cuente: no estás solo, no estás sola, me intereso por ti con sinceridad, con franqueza verdadera. Pero escuchar  tiene también otra recompensa: la de no perdernos lo mucho que, a buen seguro, los demás tienen siempre que enseñarnos.  Si, cuanto más abierta y sincera es la escucha, más compartimos. Mejor nos comunicamos.
En realidad, todo ese vecindario cuyas ventanas podía contemplar desde la mía se situaba a cierta distancia de mi casa porque, entre  él y yo, se alzaba la mole de un instituto de enseñanza media, con su patio de recreo y deportes en primer término. En ese centro se cursaba entonces bachillerato nocturno y fue éste el que me devolvió –lo recuerdo bien- de la fantasía a la realidad; o de la vana curiosidad a la esperanza cierta.
Cada vez que, caída la noche, se iluminaban las aulas del pabellón destinado a las clases de nocturno, yo me asomaba a mi ventana y me fijaba bien en lo que podía. Primero, los alumnos, que me parecían tan mayores, sentados en sus pupitres. Y, después, el profesor, junto a la pizarra, explicando su lección. Todo, eso sí, en silencio, como si de un acto litúrgico se tratara. La distancia y el cristal de las ventanas impedían que llegara hasta mí el menor ruido o atisbo de escolar algarabía.
Yo, entonces, embelesado durante unos instantes mientras observaba el rito, me volvía a mi madre y le decía, muy seguro.
-mamá, cuando sea mayor, quiero ir a estudiar al instituto.
-anda, sí que ya me lo has repetido muchas veces…y ahora deja de mirar por la ventana y ven a cenar- me insistía siempre ella.
Y así fue. Pasaron los años y alcancé la edad de estudiar en el instituto de mis sueños. Claro que, cuando yo inicié mis estudios de enseñanza madia, habían suprimido el nocturno en aquel instituto. Cuando caía la noche, las luces de las aulas ya no se encendían desde hacía tiempo. El rito y su silencio eran ya un recuerdo de la infancia. Los adolescentes de mi generación no necesitábamos trabajar para poder estudiar como aquellos jóvenes que había visto en el nocturno apenas unos años antes.
Pero aquel mundo que había despertado mi curiosidad, primero, y mi fantasía, después, no comenzó su transformación durante las noches de mi infancia, mientras espiaba embelesado el rito de las aulas nocturnas. Su  verdadera transformación comenzó a plena luz del día, a las horas en que la piqueta municipal inicia sus labores de demolición para dejar sitio y solar.
Cuando pisé, por vez primera, el instituto que, de niño, había observado desde mi ventana al caer la noche, recuerdo que lo primero que hice fue acercarme, no sin poca timidez, a los ventanales de mi aula de primer curso de bachillerato. Y lo que vi me dejó sin palabras. LO que vi no esperaba verlo como lo estaba viendo. No esperaba verlo así porque nunca. En realidad, lo había visto: ni así ni de ninguna otra manera. Lo nunca visto: era la realidad. Y ¿qué ví, pues? …Pues la ventana de mi propia casa.
Aquella ventana desde la que yo me había asomado al mundo por primera vez, desde la que había espiado en toda su vitalidad, en sus cambios cotidianos, en su nacer y morir, me la había imaginado grande, muy grande y limpia, como un espejo en el que uno pudiera ver desde fuera lo mismo que yo había visto desde dentro. ¿Es que un niño podía imaginarse de otro modo la ventana de su casa, la atalaya de su mundo? Pues no, claro que no. Y, si no, que nos pregunten a los adultos cómo nos imaginamos el mundo: ¿no es nuestro mundo el mundo, el único que existe? ¿no solemos creer que las cosas que vemos son tal como nosotros las vemos?
Lo que yo vi el día que miré por la ventana de mi instituto fue una ventana pequeña, una más entre otras. Y el edificio cuyo cuarto piso ocupaba mi casa era, a su vez, uno más del vecindario. Mi atalaya, mi punto de vista, era, en realidad, insignificante. Y yo había estado encerrado durante años en un mundo insignificante que había confundido con el centro, la atalaya del mundo entero, el punto de vista privilegiado para poder verlo todo.
En realidad, la atalaya desde la que cada uno mira el mundo deja de ser insignificante cuando, desde ella, sirve al mundo. Cuando la mira, pero no para juzgarlo sino para ponerse a su servicio.
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 El monje y el filósofo

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