Salir
hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el
mundo si rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar
de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las
urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A menudo nos
comportamos como controladores de la emancipación y no como facilitadores. No
somos “gendarmes” simplemente “acompañantes” hacia la felicidad donde cada uno
llega con su vida a cuestas.
Por
ello hoy tenemos que decir “no” a una economía de la exclusión y la
inequidad. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío
un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la
bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay
gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la
competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más
débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se
ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se
considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar
y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del descarte que, además, se
promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la
opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz
la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella
abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no
son “explotados” sino desechos, “sobrantes”.
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