“¿QUÉ HE DE HACER PARA PERDONAR A OTROS?”
“SI NO CONDENARAS A NADIE, NUNCA TENDRÍAS NECESIDAD DE PERDONAR”
Las palabras.
El origen del hablar proviene de n anhelo primordial, de un deshago ancestral: saber que somos para alguien.
Hablando liberamos el instinto de darnos a conocer. Cada palabra repica en la puerta ajena para comunicar la noticia de nuestra presencia.
Es urgente que nos abran. Para ello nos expresamos. Emitimos el balbuceo, grito o alarido, cántico o gemido de que existimos.
Es maravilla cuando alguien oye y nos entiende aunque no comprenda lo que tampoco nosotros somos capaces de dar a conocer.
Nuestras palabras también nacen para liberarnos de pulsaciones y sensaciones que nos abruman y desbordan desde el nacimiento.
Expresándonos, aprendemos a identificarlas. Hablando tratamos de aclararnos ante esa maraña de emociones, pasiones e impresiones que laten en nuestro ser capturado. Hablar nos esclarece porque cada palabra contiene una pequeña porción del sentido que buscamos.
A través del lenguaje se libera el impulso reprimido, ahogado o mutilado.
El máximo esfuerzo de la naturaleza culmina en el ser humano y el máximo esfuerzo del ser humano culmina en la palabra, oráculo de su generación.
Todo decir es importante no por lo que dice, sino porque a través de él los seres humanos comunicamos que somos.
“La existencia es una letra de la que nosotros somos sentido”
Prodigio del lenguaje, que se articula en fonemas y morfemas y los organiza en gramáticas complejas donde los sonidos alcanzan significados. Maravilla que permite transmitir tanto contenido en tan poco trazo.
Profusión de lenguas, combinaciones dentro de un sistema de signos fuera del cual resultan indescifrables, imposibles de resolver. Hay que entrar en los sutiles vínculos que se tejen entre sí para abordarlos.
Cada palabra contiene un universo y cada lengua es una visión del mundo. Con las palabras y lenguas que desaparecen, perecen también sus mundos.
Las palabras son receptáculos de sentido que permiten referirnos a las cosas sin que estén. Pero también tienen el riesgo de retener a la mente. Nos priva del esfuerzo de encontrar nuevos términos que se acerquen a lo que tienden.
La crisis de las religiones es una crisis de lenguaje. Han hablado demasiado. Se han vuelto demasiado previsibles. Sus repeticiones delatan su tendencia a instalarse, su tentación de reducir el Misterio a lo evidente. Es tiempo de callar para que, en reposo, recuperen las posibilidades originales que un día les confiaron y puedan regresar con nuevas palabras, vigorosas, nutrientes.
El hablar pausado calma. La contención en el decir atenúa el ansia de comunicarse sin invadir. Da tiempo a quien escucha de componer sus propios significados.
Hablando nos damos a conocer; al mismo tiempo, somos interpretados por quien nos escucha a partir de su propio mundo, de su propia sed.
Toda comunicación es un intercambio. Solo deberíamos pronunciar aquellas palabras que puedan germinar en quien las escucha. De otro modo se echan a perder.
Dice Platón:
“Lo más excelente es plantar y sembrar en otros palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las plantan; palabras que no sean estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde transmite, permanentemente, la semilla inmortal”.
No hay palabra sin escucha.
¿Para qué y para quién se emitiría si no hubiera quien la recogiera? Hablar implica atender si mi palabra podrá ser albergada en el otro, sondear si podrá ser recibida en una hondura semejante a la que ha brotado de mí.
Hablar también es saber oír el origen de la palabra ajena, remontarse hasta su fuente. Cuanta más calidad de escucha, más probabilidad de que se produzca una fusión de horizontes y nuestras velas se encuentren.
Hay conversaciones que son teofanías: en ellas y por ellas se revela la Palabra de donde todas las demás proceden. Tras una teofanía adviene el silencio. Así la reconocemos: cuando nada más puede ser añadido a la comunicación que con la comunicación se ha establecido.
“EN MEDIO DEL SILENCIO ME FUE DICHA UNA PALABRA. ¿Dónde ESTÁ ESE SILENCIO Y DÓNDE EL LUGAR EN EL QUE ES PRONUNCIADA ESTA PALABRA? ES EN SU MAYOR PUREZA DONDE EL ALMA LA PUEDE EMITIR, EN SU MÁS NOBLE PARTE, EN EL FONDO, LLAMADO TAMBIÉN EL SER DEL ALMA”
La palabra es el éxtasis del silencio. Se nutre de él.
Hablar en exceso no hace más que aumentar el sinsentido, ruido sobre ruido. En el que sucumbimos con demasiada frecuencia sin saber salir de él.
¿Por qué nos parecerá más amable el trinar de los pájaros que el hablar de los humanos si ambos tienen el mismo origen: la necesidad de expresarse y de saberse escuchado?
Ellos saben callar al final de cada día, cuando el sol declina y todo rumor cesa para dejar paso al silente manto de la noche.
¿Cómo podríamos entendernos si no hubiera pausas entre las palabras? Todo sería algarabía y no podríamos descifrar su significado entre tanto bullicio. Cada palabra es una unidad de sonido y de sentido. Es necesaria la suspensión entre ellas para asimilarlas una tras otra. Sin ese intervalo, aturden y hastían. Urge cualificar nuestras palabras en una cultura como la nuestra que no sabe callar. Cuando les damos tiempo para que nazcan, engendran.
Melloni
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