Aspiramos, por
el bien de todos, a un mayor respeto y dignidad, a una mayor responsabilidad y
a más valores cívicos.
Cada vez se
habla más de valores y de ética. Necesitamos sentir que los mayores
conquistados por el ser humano no se derrumban bajo el síndrome de la
corrupción.
Hay un
sufrimiento añadido a lo que estamos viviendo como corrupción, mala praxis
política, desahucios, abusos en los mercados financieros y una larga lista que
no solo empobrece nuestras condiciones de vida, basadas en la pura
supervivencia, sino que empobrece el sentido de nuestra humanidad.
Lo que agrava
la situación es que no salga nadie y diga “lo siento”. Lo que empeora nuestro
ánimo es que no haya un alma que se avergüence de lo que ha hecho o ha
permitido que sucediera, sabiendo las consecuencias.
Lo que daña
nuestro sentido humano es que algunos corazones no hayan sufrido dolor por la
angustia ajena, ni la más leve culpa por su irresponsabilidad, ni la compasión
necesaria para asumir conjuntamente parte de la carga y de la solución a tantos
problemas. Parece como si la ética y la moral pertenezcan al terreno de la
literatura y de las grandes declaraciones, mientras que las acciones se tiñen de
una espeluznante realidad: ¡tonto el último!
Toda acción
surge de una intención que, por muy interesada que sea para uno mismo,
repercutirá en los demás y en el mundo. De ahí nace la conciencia moral que
procura distinguir entre los principios que gobiernan a uno mismo y la
consideración ética de sus acciones. Sin embargo, todo intento de volver a reivindicar
valores y principios morales topa con muchas dudas, algunas tan antiguas como
las que planteó SócrAtEs: ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Cómo se adquiere esta
cualidad, si no es posible enseñarla?
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