Elsa daba vueltas por su habitación con el móvil en la mano como una leona enjaulada. Y es que estaba atrapada dentro de sus propios barrotes mentales. No sabía si llamarlo e invitarlo a comer o no. Era un hombre interesante, pero apenas se conocían. ¿Qué iba a pensar de ella? ¿Y si le decía que no? ¡Qué vergüenza! Además, ella jamás daba el primer paso. Aunque no son usuales, todos tenemos momentos en la vida en que nuestro cerebro cambia su ruta circular habitual por otra nueva, y eso fue lo que le sucedió. “Si me dice que no, ¿qué pasa? Y si piensa que soy una atrevida, ¿qué?”. Este tipo de ideas no sirven de nada si sólo se piensan; se tienen que sentir. Y Elsa, a fuerza de pensarlo, lo acabó integrando en todas sus células y, por fin, lo sintió: “¡No pasaba absolutamente nada!”. Y marcó su número.
¿Cómo acabó la historia? Es lo de menos, porque, aunque sea lo que más nos cuesta aceptar (y es por eso que sufrimos tanto), un “no” también hubiera sido un buen final porque lo más interesante del caso es que ella estaba preparada para aceptarlo. Lo esencial del momento es que Elsa derribó sus barreras mentales. Un “sí” puede reforzar su ego, pero romper los muros nos da las llaves de nuestra liberación.
Las murallas nos las imaginamos sólidas, consistentes, enormes, interponiéndose entre nosotros y la tranquilidad, la calma, la paz, la felicidad (como quiera llamársele). Notamos que están allí porque nos aprisionan en un espacio muy pequeño, nos sentimos atrapados, sin libertad. Lo que no sabemos es que las verdaderas barreras no son las que vemos, ¡las auténticas son invisibles! Y no son sólidas, son insustanciales. Se pueden llegar a deshacer cuando las tocamos.
“Resistencia” es el nombre que los psicólogos empleamos para definir estos impedimentos cuando se presentan en la consulta. El paciente acude porque quiere mejorar, pero a la vez se resiste al cambio. El psicoanalista Anthony de Mello lo afirma sin tapujos en su libro Despierta: “La mayoría de la gente va al psiquiatra o al psicólogo para obtener alivio. No precisamente para salir de la situación”. Las personas quieren sentirse bien dentro de su jaula, pero no salir de ella.
“Beneficios secundarios” es otro término propio de los psicólogos. Se refiere a que esa situación que nos amarga la vida y de la cual no podemos o “no queremos” salir reporta algún tipo de ganancia. Son ventajas difícilmente reconocibles por la persona y actúan como auténticas barreras invisibles.
Por ejemplo, la entrega a los demás, el sacrificio para contentar a los que nos rodean, suele esconder provechos secundarios. “No puedo mimarme más, tener más tiempo para mí misma, porque tengo que cuidar a mis padres, a mis hijos, a…”. Replicar a alguien que pronuncia una afirmación de esta índole sugiriéndole que quizá le aporte beneficios secundarios puede herir profundamente. Paradójicamente, detrás de esta entrega puede haber ganancias. Una de ellas es el “hago lo que tengo que hacer”. La no duda, la de saber que “somos buenos”, que la gente no puede criticarnos. Además, mientras nos entregamos a otras vidas no vivimos la nuestra. ¡Si eso es un beneficio! Nos produce pánico malgastar nuestra vida, igual no la vivimos tal como se merece, y en cambio, si nos dedicamos a los demás, nunca sentiremos que no la hemos aprovechado porque no hemos tenido más remedio que entregarnos. Esa obligación nos protege de la posible culpa por no encauzar lo más importante que tenemos: nuestra vida. La jaula nos protege, de alguna forma nos beneficia.
Existen dos tipos de muros que se reconocen fácilmente: los de los otros y los ya superados. Ves a tu vecina trabajando hasta la extenuación, haciendo filigranas para llegar a fin de mes para poder mantener su gran piso, y te preguntas: “¿Por qué no lo vende y se instala en otro más pequeño?”. Pues porque seguro que hay una empalizada que se lo impide. Vender el piso puede significar para ella bajar el nivel social y cree que su felicidad depende de eso. Si se lo comentas, lo más seguro es que lo niegue. Todos tenemos impedimentos parecidos. Ahí está la clave, en atreverse a establecer el paralelismo entre el vecino y nosotros.
Despertar es descubrir que estamos en una cárcel. Pero despertares descubrir que
esa cárcel no tiene barrotes y que en rigor no es propiamente una cárcel”Pablo d’Ors
Cuando miramos hacia atrás y recordamos situaciones en que hemos sufrido lo indecible, se nos presenta el gran interrogante: ¿por qué tanto dolor? ¿Por qué pasé tantos nervios en ese proyecto? ¿Por qué tardé tanto en divorciarme? ¿Por qué me importaba tanto la opinión de esa persona? Nosotros, los de ahora, no lo entendemos porque contemplamos el pasado sin la ceguera mental de antes.
Si vemos las defensas de los otros y las que ya hemos superado claramente, podemos utilizarlas para que nos den pistas sobre las actuales. ¿Qué es lo que ahora no veo? Esta es una pregunta crucial.
Sólo tenemos que escuchar porque se supone que los demás ven más fácilmente las nuestras. Una amiga me explicaba cómo saltó una gran barrera poniendo atención a lo que le decían. Estaba pasando por un momento muy duro económicamente y no sabía cómo salir de la situación. Sus compañeras le propusieron que alquilara una habitación de su casa. “¡Yo no alquilo habitaciones!”. Un pensamiento reflejo de su recelo inicial.
Nunca se había planteado esa salida, parecía que no iba con ella; pero la resistencia fue amortiguándose, poco a poco fue imaginándose la situación hasta que la vio totalmente factible. Alquiló la habitación y pudo respirar. El muro en realidad era un pensamiento, nada sólido, una idea que acabó desintegrándose.
A los psicólogos siempre nos piden: “Ya sé la teoría, pero dime cómo lo consigo”. Si lo supiéramos, lo difundiríamos y todos seríamos felices. Los profesionales podemos dar pistas, consejos, orientaciones, pero no hay ninguna solución mágica. En el tema de las murallas, si queremos desintegrarlas, hemos de practicar un acto de honestidad colosal. ¿Cómo? No sé.
La honestidad empieza por reconocer que somos más libres de lo que creemos. Ahora mismo podemos hacer las maletas y escaparnos de casa. Es un ejemplo extremo, pero lo cierto es que las puertas de tu casa no están tapiadas. Por eso, si aceptamos que esta trinchera es nuestra creación, nos será más fácil reconocer que otras más pequeñas también lo son. Si entendemos que la prisión la creamos nosotros, ya es más fácil analizar cómo es la cárcel que hemos construido. Puede ser doloroso al principio, pero liberador al final.
Debes ejercitarte en decirle a cualquier cosa desagradable: ‘Eres sólo una apariencia y en modo alguno lo que aparentas ser”Epíteto
Para fundir los impedimentos tenemos que ir más allá del pensamiento positivo porque puede ser una gran trampa. Volvamos al ejemplo inicial. Alguien hubiera podido decirle a Elsa: “Llámalo, seguro que te dirá que sí”. Animarla de esta forma implica que lo bueno será que le digan que sí. Es una forma de alentarla que no la prepara para el “no”.
Vamos con otro ejemplo. Un amigo nos cuenta preocupado que ha dado una conferencia y que a la mitad un asistente se ha levantado y se ha marchado de repente. Le consolamos y le sugerimos que no piense en negativo: “Se ha ido porque le aburrías”, sino en positivo: “Se ha ido porque se encontraba mal”. ¡Macabro! Preferimos que alguien se encuentre mal a que nos baje la autoestima. Lo que debemos integrar es que hay gente a quien no le va a gustar nuestra charla, que algunas de las personas a las que invitaremos a comer nos dirán que no. Para saltar obstáculos no se trata de pensar en positivo (que va a ocurrir lo que queremos), se trata de aceptar cualquier resultado.
Las barreras limitan nuestros caminos, nos aprietan. Convertimos nuestra vida en un camino estrecho y nos olvidamos de que el mundo es ancho, muy ancho.
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