Fue al acabar un máster en autoconocimiento cuando se me acercó la pareja de uno de los participantes. Me confió su mal llevada paradoja: “Por un lado me encanta ver cómo mi marido madura, cómo busca conocerse, cómo se adentra en su espiritualidad, pero por otro lado está tan en sí mismo, se pasa tanto tiempo meditando y leyendo libros, dedica tantas horas a su autorrealización que me temo que nos está separando. No atiende a sus tareas de la casa, a la familia, nos habla como si solo existiera su razón basada en lo que le dicen sus maestros y vive como si el resto del mundo fuera un error, solo vale lo suyo”.
Este caso ejemplariza un efecto torcido de los tiempos presentes, muy dados a una cultura del crecimiento personal, del conocerse a uno mismo, de la construcción de un nuevo paradigma cuyo eje gira alrededor del autoconocimiento y la espiritualidad. Son procesos que requieren el buceo por aspectos de orden interior. Una mezcla de introspección psicológica, el cultivo de la meditación y la búsqueda de la naturaleza más profunda del ser.
Aquella tarea que otrora perteneció a ciertas órdenes religiosas, a lamas, eremitas y buscadores espirituales, se ha convertido en parte de la vida de muchas personas. Para unas es una vía comprometida de autorrealización. Para otras, mero materialismo espiritual. Mientras unas expanden su conciencia, otras siguen el camino contrario: se contraen en sí mismas, se encierran para alcanzar una supuesta iluminación.
Ensimismarse es fácil. Uno se mete dentro de sí mismo, explora, rumia, anticipa, visualiza, medita o contempla, está en contacto con aspectos que solemos llamar interioridad. A veces se empieza por el vuelo de una mosca, por un bello atardecer o simplemente por hacer la lista de la compra del fin de semana. Lo habitual, empero, es permanecer conectados a nuestros pensamientos y emociones. Intentamos descubrir lo que nos pasa, dialogamos con nosotros mismos, nos peleamos virtualmente con los que nos han ofendido, construimos expectativas o sufrimos por imágenes anticipatorias que probablemente nunca ocurrirán: nada acaba siendo tan ensimismante como el miedo y el sufrimiento anticipado.
Otro efecto del ensimismamiento lo sufren aquellas personas que parecen no vivir en este mundo sino en el suyo. Te miran pero no te ven. Te oyen pero no te escuchan. Por su mente pasa de todo menos lo que existe más allá de su nariz. Si bien es rico cultivar la vida interior, su exceso, permanecer demasiado dentro de la madriguera puede acarrear el acabar siendo poseídos por los fantasmas propios. Hay que cultivar muy bien el alma para discernir los estados de iluminación de los estados ilusorios de la mente.
La introspección, como ya observaron filósofos como Hume o Sartre, revela solo contenidos psicomentales (pensamientos, sentimientos, imágenes) y no al sujeto que los experimenta. Esa conciencia del observador precisa de dinámicas como la meditación o de la intervención de los demás en mostrar nuestras zonas ciegas. Añadamos a todo ello la visión cuántica: si el observador influye en lo observado, al mismo tiempo que se practica la introspección se altera lo que pretende ser advertido.
¿Podemos conceder fiabilidad absoluta a aquello de lo que somos conscientes? ¿Y qué ocurre con el inconsciente? ¿Acaso alcanzamos a explicar certeramente muchas de nuestras motivaciones y cambios de humor? ¡Qué fácil es caer en autoengaños, en una especie de en-si-mismo-miento! Como intuyó Heráclito, no encontraremos los confines de la psique por más que viajemos en cualquier dirección, tal es la profundidad del conocimiento.
Hay que reconocer que dentro de la madriguera se está muy bien. No hay que hacer papel alguno; no hay que quedar bien con nadie; no hay que hacerse cargo de obligaciones, ni actuar con el riesgo de equivocarse. Hay una vida hacia uno mismo, sus intereses, ritmos, apetitos, deseos y necesidades. Es la vida del ego. Hay que diferenciarla entonces de la vida interior.
El cultivo de la interioridad tiene más que ver con la idea de “hacer alma”, de embellecerla, de saberse generar estados de bienestar, de comprender ética y compasivamente al otro, de ahondar en aquello que somos cuando hemos quitado todas las capas de definición posible. Así, la madriguera pueda convertirse en un refugio o, por el contrario, en la cocina donde se gesta quien queremos ser. Como refugio nos encerramos y protegemos. Como cocina, nos mantiene en un estado de construcción, de intenciones y de pasiones que mezcla sin temor la interacción con los demás y con el mundo.
Hay que reconocer que dentro de la madriguera, además de estar tranquilos aunque probablemente solos, se puede dar rienda suelta a nuestras mayores fantasías, muchas de las cuales han dado al mundo canciones, cuadros pictóricos, esculturas o reflexiones que han llegado a transformarlo. El genio debe habitar dentro de su lámpara mágica. Solo que demasiado tiempo en su interior, el personaje acabará consumiendo a la persona. La mitología contemporánea está llena de seres que, al confundir sus creaciones consigo mismos, sucumbieron al error de identificarse con las imágenes que habitaban en sus mentes. Lo que para el público es arte, no dejan de ser las sombras, delirios y anhelos del artista.
De la madriguera se sale por el mismo lugar por el que se entró. Uno surge sin ser aquel que ingresó y viceversa. La relación dentro-fuera forma parte de nuestro estar en la vida. Demasiado fuera nos diluye. Demasiado dentro nos desfigura. Cada uno debe encontrar la manera de manejar ese flujo incesante que nos lleva a ambos lados del refugio.
No obstante, dudo que por una vez se pueda anteponer el punto medio aristotélico. El cultivo de la interioridad es un proceso que nadie puede hacer por nosotros, ni nada de lo que existe ahí afuera será suficiente para hacernos a nosotros mismos. La confianza propia se adentra en nuestras fortalezas interiores. La capacidad de sostener todo aquello que ocurra en las tempestades existenciales tiene mucho que ver con el sostén creado por los valores que encarnamos.
Todos practicamos algún tipo de estado de ensimismamiento, aunque su propósito diverja. A veces solo buscamos un ratito para con nosotros; hacerle hueco a nuestro cuerpo para que respire y a nuestra alma para que se encuentre. Otras veces, en cambio, la escudriñamos adrede para conquistarla, para llevarla allá donde habita el espíritu. El resto de ensimismamientos son productos de la vida moderna: que si la tele, que si la crisis, que si algún día nos tocará la lotería. O, como el caso de la señora preocupada por su pareja, un ego espiritualizado que confunde la luz con el deslumbramiento.
Hay vida dentro y hay vida fuera. En ambos lados disponemos de un mundo para conocer y desarrollar. La clave consiste en estar en contacto con todas las vivencias que nos son posibles. Todas son necesarias, aunque ninguna suficiente por sí misma. Para devenir personas el contacto humano es básico, como también lo es la imaginación y, por descontado, nuestra capacidad de crearnos. Hay tanto por vivir que cuesta entender que dediquemos tanto tiempo al ensimismamiento que solo sirve para distraernos de lo que realmente importa. A veces, es mejor dejarse en paz.
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