Porque
“el todo” viene a ser "parte".
El
sentido del humor es la virtud del carácter desenvuelto o desenfadado, la de
quien vive y piensa seguir viviendo con desenvoltura, sin corsés que le opriman
ni cuellos que separen su cabeza del resto de su cuerpo y de su vida. Se
pregunta el desenfadado si, de vez en cuando, no será inevitable enfadarse. Sabe por
experiencia que no lo es vivir enfadado. Aplacado el enojo, vuelve siempre a
ser posible reírse un poco de todo porque todo viene a ser parte, al fin, de este
extraño regalo que es la vida. De todo se puede reír uno porque todo, aunque no
siempre podamos o queramos creerlo es un regalo y, como tal, se puede y se
debe, aún quizá, desenvolver. Todo puede ser dado, dato, y ¡ojo al dato! No hay
dato sin alguien que, al entregarlo, lo haya dejado envuelto a nuestra vista y
parecer.
Si
las apariencias defraudan, a veces, es porque envuelven siempre, no solo cuando
nos sentimos defraudados por ellas o por nosotros mismos. Y desenvolverlas es
la habilidad característica de quienes intentan resistir el engaño con un poco
de desengaño y la desilusión con ilusiones que llegan y se van cuando uno menos
se lo espera. Si Tales hubiera quedado sin humor y sin sentido en el fondo del
pozo al que cayó mientras contemplaba las estrellas, no habría llegado a la
posteridad como el primero de los filósofos. No fue así y dejó crecer la
ignorancia bajo sus pies, descubierta de repente la tierra que no pisaba. Debió
de reírse seguramente un rato antes de levantarse. Si es que pudo levantarse y
salir solo del pozo.
EL
PODER DEL QUERER
“Nada
es lo que parece”, suele dar por consabido el que necesita excusas para poder
parecer, él también, lo que no es. Pero no es que nada sea lo que parece o
parezca lo que no es. Es que todo acaba siendo más o menos de lo que empezó a
ser. El mundo es expresivo, acepta expresarse tal como es, pero casi nunca todo
a la vez. Al comienzo parecía una cosa y ha resultado otra, no otra diferente
sino otra más, o menos. Lo que veíamos lo seguíamos viendo, pero ahora como
quien ya no repara en ello o lo echa de menos. Bastará con desenvolverlo para
descubrirlo, para sorprender su desnudez esquiva y paradójica. Lo desenvuelto o
desnudo no puede atraer la atención por sí mismo si no salta a la vista con
segundas intenciones. Lo desnudo necesita imponerse a la fuerza de ser visto;
desconoce la cortesía de presentarse o dejarse de presentar primero como un
regalo, con envoltura que mejor le pueda convenir. Lo desenvuelto se impone con
la fuerza sin bocado de la desnudez, “Ya sabes cómo es….” Solemos decir,
encogiéndonos de hombros cada vez que, en realidad, no sabemos qué decir.
Ahora
bien, ¿qué es la fuerza sin cortesía, la fuerza por sí misma, antes de
convertirse en la fuerza de esto o de aquello? La fuerza “no es una casualidad
nacida de la debilidad de los otros” La fuerza del poder no nace entre sus
víctimas, que pueden callar o rebelarse –nunca se sabe-, sino entre sus
espectadores, más dispuestos a aplaudir que a observar, en silencio, el
espectáculo. La fuerza del poder es el querer, querer incluso a aquellos que,
en el fondo, no se quiere en absoluto pero se necesita y aplaude, por ello, su
existencia. No queremos porque podemos sino al revés: podemos porque queremos,
y queremos, como queda dicho, porque necesitamos querer. El mundo está mucho
más armado de voluntades mal empleadas que desempleadas. Ni falta quien no
quiera algo o a alguien en la vida, falta quien sepa quererlo. Reír es pasar
por todo sin detenerse, sin pararse para nada en nada. Es pasar sin demorarse
en calcular la debilidad de las personas y sus circunstancias, que esperan
siempre de nosotros más oídos que ojos. El que sabe reír no necesita reírse de
nadie, aireada o veladamente, en beneficio del poder y de su fuerza. Ya encuentra
en la vida misma ocasión de reír cada vez que le venga en gana y sin que nadie
decida, por él. Reír, si viene a ser un objetivo, ya no es reír; es divertirse.
Y las fábricas de diversión las ponen en pie y las financian los que necesitan
la risa de muchos para sus fines, nada risibles, por cierto.
El
sentido del humor es una envoltura efímera, la más efímera de las envolturas
que sirven para cubrir la desnudez, la pura verdad de la vida, porque su
utilidad se reduce a un momento, ese momento en que, una vez descubierta,
pasamos sin parar a otra cosa, a otro desenvoltura. Uno de los registros del
humor más frecuentados, sin embargo, en tiempos de penuria, es el humor mordaz,
el que no pasa sin detenerse, antes bien, se para a morder hasta hacer sangre con
sed ingrata, como si la prohibición de derramar sangre no vedara también
vampirizaría.
De
todo se puede reír uno, ¿no es cierto?, pero, ¿le gustaría al mordedor que le
mordieran? No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, enseña la
máxima de la ética mínima para todos los seres con apariencia humana. Pero el
mordaz, el sarcástico, se la salta a la torera, jaleado por un público
incansable que le aplaude la faena. El mordaz busca el aplauso antes que la
risa. Por eso el poder le busca a él para sus fines, para que muerda siempre a
los mismos y nunca a los otros. A condición, por supuesto, de que parezca
dispuesto a morder a todos. El sarcasmo es un alarde de timidez innata.
Que
el sentido del humor sea el más efímero de los sentidos que la vida requiera
para ser vivida lo torna, pues, ambivalente. Con él se pueden hacer dos cosas
bien distintas: pasar o pararse, tomar lo efímero por lo que es, flor de un
instante, o por lo que no es, fruto ajado. Que uno se pueda reír de todo
mientras lo desenvuelve no le autoriza a
nadie a dejar lo desenvuelto a la vista, expuesto a la mordedura del que se
para a hacer sangre de lo visto en vez de pasar por ello sin más. Habrá que
pararse un instante, a lo sumo, pero no para morder o dejar morder a otros sino
para envolver de nuevo lo que se ha desenvuelto, tal vez, a carcajadas. La
buena risa es la que, una vez desperdigada, se vuelve a recoger en una sonrisa.
Y
es que el sentido del humor no consiste solo en reírse de todo tanto como de
uno mismo. Consiste también en sonreír en silencio después de haberse reído, tal vez, ruidosamente. Se
le hiela el alma al que sabe reír pero no sonreír, morder pero no acariciar,
regodearse pero no pasar por todo una vez, como enseña el poeta…. Sonreír es el
arte de terminar la risa y apurar a tiempo la copa de vino. Es el arte de pasar
por ella sin prisa y sin pausa, que tanto importa. Porque, si ya es difícil
empezar algo que nunca se ha visto hecho entre las propias manos, no es menos
fácil acabarlo, verlo ya hecho y dejarlo estar, ser por sí mismo. Y, si asistir
a un principio conmueve, ¿no conmueve aún más asistir al final de lo que vimos
nacer? Sonreír es el arte de morir en
vida sin esperar la muerte. La muerte no merece, al fin y al cabo,
tanta cortesía.
Hay
también, como la risa mordaz, otra sonrisa, forzada ésta y secuaz del aplauso
que necesita el poder para ser reconocido. Risa y sonrisa vienen o para pasar o
a quedarse. Cuando llegan para pasar vienen a hacer lo que pueden y se van.
Cuando vienen, en cambio, a quedarse vienen a confirmar la vieja fe en el cielo
y en la piedra. Cuando perduran el cielo y la piedra mientras se acaba el
tiempo de lo que no puede durar pero sí morir, así perdura hasta hoy la fe en
el valor sin fin de lo que permanece. Lo
que perdura, lo eterno, es la verdad y la divinidad es su fuerte. Lo que no
perdura, lo efímero, es lo mortal, y lo humano es su voz.
Pero
el sentido del humor se aparta de la vieja fe y reivindica el valor perdurable
de lo que perdura. La verdad permanece porque, de una cosa que hoy es verdad y
mañana ya no, ¿qué cabe esperar? Pero en el desierto de la verdad pura no
podemos vivir mucho tiempo. Es en la fértil variedad de los sentidos, que se
mudan y renuevan sin cesar, donde podemos y queremos todos vivir. Basta con que
nos fijemos un poco en el semblante del cielo. Veremos que, como en el color de
la piedra a la luz de cada hora diurna, se puede entonar hoy también el haiku
Basho:
Nubes,
neblina,
Innumerables
cambios
A
cada instante.
La
verdad, para ser humana, ha de ser dada, ha de rendir tributo a la sensibilidad
varia y mudable de los seres con apariencia humana. Y que todo pueda ser dado,
¿no significa acaso que nada debe ser impuesto porque todo lo que se impone es
tributario de la fuerza y no de la sensibilidad? El sentido del humor abre un
camino, el más universal de todos, a la ética de la verdad. La verdad, antes de
ser verdad, ha de ser humana, respetuosa con la humanidad compartida por el que
la dice y el que la escucha.
Tales,
el filósofo, no era un pobre incauto, estereotipo de todos los filósofos que
viven en las nubes y no pisan tierra. Tales es, más bien, el prototipo de
quienes saben tomarse la vida con filosofía, es decir, con buen humor. Y el
buen humor es lo primero que no ha de faltar a la comunicación de la verdad
para que sea humana, verdad sentida y
consentida en la casa común de los hombres que es el ethos, es decir, “la
casa”, raíz de la palabra “ética”. Hay que decir la verdad con el aire de andar
por casa y no con los aires de quien se propone defender la verdad.
A
la verdad nadie se ha atrevido nunca a ponerle muros, casa. Ni siquiera la
filosofía que, fiel a sí misma, es la
que es, la que se envuelve con la palabra “filosofía”, es decir, “amor a la
sabiduría” según la célebre definición atribuida a Pitágoras. La filosofía que
es amor a la sabiduría, es decir, conciencia de lo limitado que es nuestro
saber, ¿ha llegado a ser alguna vez
conciencia de lo limitada que es también la comunicación de nuestro saber? ¿o
conciencia del límite que el saber más vasto debería respetar para ser, además
de vasto, profundo? Porque no es lo mismo saber más que saber más honda, más
entrañable.
No
es lo mismo saber que saber enseñar, comunicar lo que se sabe y lo que no se
sabe pero se anhela reconocer un día. Al servicio primero de la Emancipación y
más tarde de la ciencia moderna, que ha acabado por prescindir de su servicio
viniendo a satisfacer así la antigua aspiración de algunos hombres, que aún hoy
tienen la filosofía por distracción de un tal Tales y de otros como él, la
filosofía ha viajado con el mismo rumbo de quienes querían saber más sin
preocuparse por comunicar lo ya sabido o no todavía. Saber más es saber mejor y
saber mejor es saber más, la cualidad reducida a cantidad. El saber ha trazado
un círculo completo entorno suyo y se ha encerrado dentro para no salir ya al
encuentro de los que no saben o no tienen esperanza, es decir, de la inmensa
multitud de caminantes que intentamos tomarnos la vida con filosofía.
Y
así la ciencia se ha convertido en la llave del futuro o más bien la esperanza
en el futuro de la nueva Emancipación. Los antiguos conceptos de esperanza se
han abierto a reconocer que con el pensamiento científico abre la capacidad
para ensanchar el círculo del saber. Podrá así retener en él a quienes
necesitan asomarse al límite sabiendo que nunca podrán salir fuera porque no
hay nada fuera o porque decir “fuera” es lo mismo que decir nada.
El
desierto de la verdad pura donde entramos cada vez que deseamos estar dentro de
nosotros mismos pero no para quedarnos a vivir allí sino para salir a contar lo
que hemos creído ver o hemos visto nos, lleva a la espiritualidad.
Dentro
del círculo que el saber ha trazado en torno suyo hay mucho ruido, mucho afán,
porque el futuro de la ciencia está siempre cerca, demasiado cerca, y no se
puede uno dormir en los laureles. Conviene estar al día. Pero lo cierto es, por
otra parte, que sin despertar tampoco se puede vivir. Y, como despertar es
salir fuera y fuera del círculo no hay nada, corresponde a los viejos conceptos
de esperanza seguir alumbrando, dentro del orden acotado por el círculo, su
eterna vigilia de pureza y desnudez, de silencio y desierto. Si no es posible
despertar hacia fuera, como después del sueño, lo será, al menos, despertar
hacia dentro, como en los sueños, que,
expuestos a la duda cartesiana, podemos confundir con la vigilia: ¿lo he vivido
o soñado?, nos preguntamos a veces. La espiritualidad es esperanza en esta vida y no en otra que se pueda comparar con ésta
porque, en el fondo, no es otra, es ésta. No hay otra vida que ésta ni otro
saber que saber más o mejor. Atención a lo interior. Lo exterior es todo vano intento.
Pero
aquí la pregunta brota con la misma facilidad que la comparación entre dos vidas o entre dos
maneras de entender la vida: ¿cómo puede haber dentro si no hay también fuera?,
o también, ¿cómo podremos conocer esta
vida si no imaginamos otra con la que compararlas? Si no hay fuera no
hay comunicación porque la comunicación supone, al menos, uno fuera del otro.
Y, sin posibilidad de comunicación, el círculo del saber se cierra sobre
nosotros y nos consume. Sin posibilidad de comunicación la ciencia deja la vida
extenuada en el desierto, allí donde, por mucho silencio que haya, nadie quiere
quedarse a vivir. Para vivir todos necesitamos rendir un cierto tributo a la
sensibilidad y a la desenvoltura del buen humor, tomándonos la vida con
filosofía.
El día
que podamos conocer otra vida, es decir, vida fuera de nuestro planeta, nos
conoceremos a nosotros mismos mucho mejor que ahora. No solo mucho más sino
también mucho mejor. Romperemos para siempre el círculo cerrado por la ciencia
y por la esperanza. En cierto modo, el futuro del saber ya ha empezado para
cada uno de nosotros porque, como
solemos decir cuando estamos de buen humor, cada cual es un mundo. Y, ¡ay de él
si no llega a serlo, si es tan solo un satélite de otro!
El
filósofo y el monje
Silos
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