La vergüenza no sirve para nada.
Acorazada en nuestro interior, la vergüenza esconde nuestras fragilidades. El miedo a la mirada del otro nos somete a un duro silencio no escogido que nos limita y coarta.
Las palabras de la vergüenza son difíciles de decir porque tememos la reacción del otro, ya sea por un sí o por un no. Uno nunca está solo en la vergüenza, porque siempre sufre por la idea que se harán de él bajo la mirada del otro. Un escenario humillante desencadena una rabia muda, una desesperación o un embrutecimiento traumático. La vergüenza, entonces, la origina el hecho de creer que el otro tiene una opinión degradante. No obstante, no es eso lo peor. La revelación de un secreto oculto más bien tiende a liberarnos de su esclavitud. En cambio, nos adentra en la vulnerabilidad. Entre la confesión y la respuesta del otro quedamos en paños menores, y justamente es eso lo que pretendemos esconder. No nos gusta mostrarnos frágiles, perdidos, confusos o sin razón alguna. Eso es lo que nos avergüenza.
También nos avergüenza arrastrar a los demás hacia nuestro sufrimiento ¿Con qué derecho atraemos hacia nuestra aflicción a nuestros allegados? Preferimos callar, sin darnos cuenta que de este modo enturbiamos aún más la relación, introducimos en ella una sombra que se instala entre el tú y el yo. Compartir las alegrías es una cosa, pero, ¿quién querrá unirse a nuestras vergüenzas? Hay tantas cosas que suponemos que no se pueden o deben explicar, que preferimos el ocultamiento para no ser despreciados y para protegernos a nosotros mismos preservando la imagen que nos parece más adecuada.
Uno se adapta a la vergüenza mediante comportamientos de evitación, de ocultación o de retirada que alteran la relación. No se libra uno de la culpabilidad o de la vergüenza, sino que se adapta a ella para sufrir menos. Puede ocurrir, sin embargo, que la vergüenza pueda transformarse en su contrario. En orgullo y arrogancia, También, a veces, en indiferencia o en cinismo. El sujeto rebajado se torna orgulloso de su rebelión: obesos que exhiben su adiposidad cantando en un coro de gordos, o calvos que incitan a reírse de su calvicie y homosexuales que organizan un exuberante desfile al que etiquetan, precisamente, como “orgullo gay”.
Acorazada en nuestro interior, la vergüenza esconde nuestras fragilidades. El miedo a la mirada del otro nos somete a un duro silencio no escogido que nos limita y coarta.
Las palabras de la vergüenza son difíciles de decir porque tememos la reacción del otro, ya sea por un sí o por un no. Uno nunca está solo en la vergüenza, porque siempre sufre por la idea que se harán de él bajo la mirada del otro. Un escenario humillante desencadena una rabia muda, una desesperación o un embrutecimiento traumático. La vergüenza, entonces, la origina el hecho de creer que el otro tiene una opinión degradante. No obstante, no es eso lo peor. La revelación de un secreto oculto más bien tiende a liberarnos de su esclavitud. En cambio, nos adentra en la vulnerabilidad. Entre la confesión y la respuesta del otro quedamos en paños menores, y justamente es eso lo que pretendemos esconder. No nos gusta mostrarnos frágiles, perdidos, confusos o sin razón alguna. Eso es lo que nos avergüenza.
También nos avergüenza arrastrar a los demás hacia nuestro sufrimiento ¿Con qué derecho atraemos hacia nuestra aflicción a nuestros allegados? Preferimos callar, sin darnos cuenta que de este modo enturbiamos aún más la relación, introducimos en ella una sombra que se instala entre el tú y el yo. Compartir las alegrías es una cosa, pero, ¿quién querrá unirse a nuestras vergüenzas? Hay tantas cosas que suponemos que no se pueden o deben explicar, que preferimos el ocultamiento para no ser despreciados y para protegernos a nosotros mismos preservando la imagen que nos parece más adecuada.
Uno se adapta a la vergüenza mediante comportamientos de evitación, de ocultación o de retirada que alteran la relación. No se libra uno de la culpabilidad o de la vergüenza, sino que se adapta a ella para sufrir menos. Puede ocurrir, sin embargo, que la vergüenza pueda transformarse en su contrario. En orgullo y arrogancia, También, a veces, en indiferencia o en cinismo. El sujeto rebajado se torna orgulloso de su rebelión: obesos que exhiben su adiposidad cantando en un coro de gordos, o calvos que incitan a reírse de su calvicie y homosexuales que organizan un exuberante desfile al que etiquetan, precisamente, como “orgullo gay”.
Xavier Guix
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