Los electrizantes golpes de cadera de Elvis Presley fueron los responsables de que el paleoantropólogo Ignacio Martínez bautizara con el nombre Elvis a los restos fósiles de una pelvis. Perteneció a un Homo heidelbergensis que vivió hace unos 300.000 años. Si en esa época hubiera existido el récord Guinness, probablemente lo hubiera conseguido por vivir hasta los 45. Era un auténtico vejestorio. Viejo y cojo. Una enfermedad degenerativa de columna que padeció, probablemente desde su infancia, le impedía cazar y más bien lo convertía en un estorbo para su clan. Sobrevivió porque sus congéneres no lo sintieron así y lo cuidaron. Si Elvis hubiera sido relegado del grupo, hubiera muerto en poco tiempo.
Nosotros somos hijos de esos homos que grabaron en sus cromosomas “estás en grupo o mueres” o “si no gustas a los demás, te juegas la vida”. Ese sentimiento de “jugarse la vida” lo hemos heredado y miles de años después seguimos notando esa punzante sensación de algo gravísimo si no gustamos a los demás. Somos capaces de ir en contra de nuestras propias necesidades para actuar según lo que pensamos que el otro espera de nosotros. Son nuestros genes, nuestro cavernícola interior, los que encienden ese sentimiento. Ahora ya no solemos jugarnos la vida si el otro se enoja, pero lo seguimos sintiendo así.
No podemos manipular los genes para menguar ese terror instintivo, pero sí poner luz sobre nuestra reacción: si el otro se enfada, lo único que pasa (en la mayoría de casos) es que se ha enfadado y a partir de ahí lo que sintamos ya es cosa de nuestras interpretaciones.
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Los genes no son los únicos responsables de esa imperiosa tendencia de complacer para conseguir seguridad y amor. La sociedad y la cultura se suman a los cromosomas para decirnos que debemos ser buenos y atender a los demás. Y que si amamos, debemos entregarnos por completo. El amor, aunque resulte paradójico, es el responsable de generar dinámicas que enredan las relaciones con sentimientos de entrega, gratitud, culpa… En ocasiones, la entrega absoluta de los padres abona en los hijos un sentimiento de deuda de por vida que los encadena. Una sensación que los amarra convirtiéndolos en siervos de lo que creen que sus padres esperan de ellos.
En otras ocasiones, el sacrificio hacia los demás no presenta ni un ápice de correspondencia. Entonces aparece la rabia, el enfado, la furia o, incluso, la pena y la depresión profunda. En una semana he escuchado dos historias estremecedoramente parecidas. En ambas, una mujer donaba a su marido un riñón para salvarle la vida. En la primera historia, una vez el marido estuvo recuperado totalmente, le fue infiel con otra mujer. En la segunda, el hombre, ya sano, la abandonó por otra. Un desgarro doble. Sin riñón y con el corazón roto. La moraleja no se dirige al dilema de si debemos o no donar un órgano a la persona que amamos. La conclusión es que si lo damos, no podemos esperar nada a cambio. En el momento de dar (un riñón o un bolígrafo) debemos interrogarnos profundamente sobre el motivo por el que lo hacemos. ¿Lo hacemos por el amor que sentimos o por el que esperamos?
El club de la buena estrella es una deliciosa película (basada en la novela de Amy Tang) donde se plasma la vida de un grupo de mujeres de origen chino que emigran a EE UU. Las más jóvenes son ya estadounidenses. Vemos cómo su cultura les ha insertado en el núcleo de todas sus células el deber de la entrega. En una de las historias, protagonizada por una de las jóvenes de la última generación, se presenta un ejemplo de las devastadoras consecuencias de la autoesclavitud de complacer. En la Facultad, uno de los chicos más populares se enamora locamente de ella en el momento que ella se muestra sincera y auténtica expresando sus sentimientos. Se enamora de su autenticidad. Al poco, se casan. Ella se siente pequeña a su lado, menos que él. Así que se esfuerza por complacerlo. Deja sus ilusiones, sus estudios, sus ambiciones a un lado y se vuelca en él.
Poco a poco se van distanciando. A él le aburre vivir al lado de alguien tan servicial. Y entonces llega una de las más ejemplarizantes escenas. Ella le pregunta dónde quiere cenar: en casa o fuera. Él le contesta que donde ella quiera. La joven insiste en que sea donde él desee. Entonces el marido le ruega por favor cenar donde ella elija, le pide que exprese sus deseos, le explica que se sentiría mejor si supiera lo que piensa. La quiere auténtica como cuando se enamoró de ella. La protagonista se siente muy turbada, ya no sabe lo que prefiere, de tanto enterrar sus deseos los ha olvidado. Y decide quedarse en casa porque será lo mejor para él. En la escena siguiente ya aparecen los papeles del divorcio. Con la entrega constante no se llena la autoestima, lo único que logramos es ir esparciendo arena por encima de nuestras ilusiones hasta soterrarlas.
Albert Ellis, uno de los padres de la terapia cognitiva, postula que el sufrimiento no viene generado por los hechos externos, sino por la interpretación de los mismos. Esas interpretaciones vienen sesgadas por creencias irracionales que habitan en nuestra mente. Este psicoterapeuta detectó 11 ideas ilógicas como causantes del malestar. La primera es: “Necesito el amor y la aprobación de todas las personas significativas de mi entorno”. Una creencia que, en diferentes grados, se encuentra instalada en todas las cabezas.
La tenemos tan bien implantada que el “sí” casi se ha convertido en un reflejo. De nuestra boca sale “sí” cuando queremos decir “no”. Desde las cotidianidades más nimias (decir “sí” a la invitación a un café que no nos apetece) hasta las cuestiones más vitales (decir “sí” cuando los padres nos sugieren que cursemos unos estudios que no nos motivan). Nos formulan una petición y antes de procesarla ya hemos aceptado, sin pensar siquiera si nos apetece o nos conviene. Dejar un espacio entre la petición y la respuesta puede ser una buena fórmula para convertir el reflejo en un acto reflexivo. Cambiar el “sí” por “déjame que lo piense” podría ser una buena manera para lograr este espacio.
Cuando nos atrevemos a decir “no”, nos sentimos tan mal que nos deshacemos en excusas y justificaciones. En el fondo no lo hacemos tanto por el otro como por nuestra imagen. No sea que el otro piense mal de nosotros. Como siempre, las buenas intenciones pueden llevarnos a caer en una trampa. Cuanto más largas son las justificaciones, más pie le damos a la otra persona para que insista. “Hoy no puedo ir a tomar un café porque tengo clase de inglés y luego debería ir a casa a preparar un trabajo para el viernes”. Le estamos regalando al otro argumentos para desmontar: “Si el trabajo lo tienes que entregar el viernes, lo puedes preparar mañana”. Se podría entrar en un toma y daca que puede acabar con un “sí” resbalando por nuestros labios o con una tirantez en el ambiente. Pero un “lo siento, no puedo”, puede resultar más llevadero.
Muchas personas se estrujan las neuronas intentando averiguar por qué se encuentran enredados en esa dinámica de volcarse en los otros. Nunca podremos saberlo, es absurdo empeñarse, y más si tenemos en cuenta que, aunque lo supiéramos, no nos ayudaría a superarnos. Algunas personas se remiten a su infancia como la causante del problema, y como forma parte del pasado y no se puede alterar, caen en el victimismo inmovilista.
La pregunta no es de dónde viene, sino qué estamos haciendo o pensando para mantener esta dinámica de entrega. Si en un momento de paz somos honestos, si nos atrevemos a mirar muy dentro de nosotros mismos, es probable que experimentemos destellos de lucidez y veamos qué miedo nos está inmovilizando. Esa clarividencia suele ser fugaz. Así que debemos atraparla con todas las fuerzas cuando se presente. Podemos convertirlo en un mantra.
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