Y de repente asoma a nuestro discurso una especie de lamento que dice: “Lo siento, me sabe mal”. Es difícil afirmar que todo el mundo lo haya dicho al menos una vez, porque los humanos podríamos dividirnos entre aquellos a los que les cuesta horrores aceptar sus faltas y los que se precipitan en atribuirse todas las culpas, es decir, que casi todo les sabe mal. La empatía, por exceso o por defecto, pierde su condición virtuosa para devenir en una limitación.
Exploremos ese “me sabe mal” más allá de su uso protocolario, aquel que resuelve de un plumazo una situación que no tiene solución, o no da más de sí. Es esa carita que ponen los profesionales cuando tienen que decirte que no. Es también el intento de amigos o familiares de empatizar, algo forzadamente, cuando no están por resolver nuestras expectativas.
Tampoco se tratará el tema como justificación. Quien más, quien menos se ha escudado alguna vez en lo mal que le sabe no poder correspondernos. Ya sea por no decir la verdad, o por evitar un compromiso o una deuda futura, el caso es que a veces se teatralizan demasiado los imponderables, las excusas, logrando así el efecto contrario, es decir, que sea el interlocutor quien responda “no te preocupes”.
En todos estos casos funciona la convención. Lo que se experimenta no es un verdadero sentimiento, sino un mero uso del lenguaje despojado de su significado literal, con fines meramente protocolarios, e incluso como fórmula inequívoca que indica que ahí es donde acaba toda expectativa. Sin embargo, para muchas personas, lo que les sabe mal, les sabe muy mal, tan mal que su vida queda condicionada por ese tirano que les muestra su rostro más débil.
Sin duda quienes llaman la atención son aquellas personas que siempre tienen en la boca el “me sabe mal” y que de verdad lo sufren. ¿Qué les ocurre? Que viven de la pena ajena, que se hacen cargo del sufrir de los demás, que acarrean con lo que los otros deberían resolver por sí mismos. Les puede su corazoncito buenista. No saben cómo decir que no y, sobre todo, anticipan la culpa que sentirían de quedarse con los brazos cruzados o de ir a su conveniencia.
Las personas que dan más valor a los demás que a sí mismas no acaban de ser conscientes de que, con el tiempo, han creado un patrón de comportamiento basado en la culpa anticipada, aunque no la tengan. Si con su actitud causan algún tipo de sufrimiento (por muy leve que sea), se sienten tan mal que no lo pueden soportar. De repente, se notan tan débiles que prefieren cargar con la situación en lugar de atravesar ese sentimiento culpatorio. Se han metido en un complejo dilema: ¿cómo se puede ser feliz si para ello alguien saldrá damnificado?
Sin duda, para algunas personas el tema del merecimiento no está nada claro. Pasan por la vida como deudoras y creen de veras que no merecen nada. Y mucho menos si, por lograr sus propósitos, otros tendrán que fastidiarse. Toda la atención la tienen puesta en un único objetivo: no molestar.
Padres a quienes les sabe mal haber regañado a los hijos, luego les compensan exageradamente. Parejas que han roto viven un auténtico calvario porque quien lo ha dejado o ha llevado la iniciativa no soporta ver sufrir al otro. Es tanta la pena que prefieren volver, malvivir en la relación, antes que sostener ese dolor y atravesarlo de una vez. Quien sufre de debilidad emocional se acaba uniendo a los demás a través de la culpa. Siempre deben. Siempre tienen la sensación de hacerlo mal. Se pasan la vida compensándolo todo.
Existe otra manera aún más rebuscada de usar el “me sabe mal”. Es una práctica habitual de las personas adictas a la inmediatez, de las que no saben esperar, de las precipitadas. Dado que no pueden contenerse, lo fuerzan todo y se fuerzan a sí mismas. Dicho llanamente, “la lían” y luego les sabe mal. Negocios, relaciones, actividades, compromisos… todo se convierte en una carga cuando, por correr demasiado, no se han evaluado ni las consecuencias ni la perseverancia necesaria.
Llegados a este punto ocurre algo curioso. Una vez liada, en lugar de dejar las cosas en su sitio, siguen adelante con los compromisos, solo que ahora por obligación. Como les sabe mal, pagan su penitencia aguantando el chaparrón, procurando quedar lo mejor posible. De ahí la frase anterior de san Agustín. No obstante, esa es siempre una mala solución, un grave error, porque entonces todo va a la deriva. Prefieren hundirse con la situación a reconocerla, a asumir su error: “Lo siento, me precipité”. Es preferible el coraje de ser sinceros a malvivir en una mentira, por muy extraordinaria que sea.
Muchas de estas dificultades tienen su origen en lo que el filósofo Soren Kierkegaard denominó “la enfermedad mortal”. Entre otras cosas, la describe como la desesperación del hombre por no querer ser uno mismo o querer desesperadamente ser uno mismo. O pecamos de debilidad, o pecamos de obstinación. O nos sabe mal ser nosotros mismos, o nos sabe mal ser por encima de todo nosotros mismos.
No es tarea fácil la asunción de nuestra propia forma de ser. No nos enseñan a ser nosotros mismos, sino a serlo según mamá o papá, según la familia, según los modelos sociales, según la tradición, según la religión, según… Cuando realmente somos como queremos se produce la paradoja de que nos sabe mal. Asumir nuestra propia esencia es una tarea de por vida, que queda abortada cada vez que lamentamos ser como somos. ¿Y qué es lo que somos? Seres en proceso, que aprenden de sí mismos. Si nos sabe mal ser como somos, eso es lo que aprenderemos.
Preguntas a hacerse antes de sentirse culpable
¿Hasta qué punto la capacidad de empatizar me está confundiendo?
¿Hay alguna verdad que trato de ocultar?
¿De verdad, de verdad que me sabe tan mal?
¿Me cuesta expresarme con sinceridad?
¿Siento que no voy a poder ver sufrir al otro?
¿Me estoy haciendo cargo del dolor ajeno?
¿Anticipo algún sentimiento de culpa?
¿Estoy aguantando la situación porque me he precipitado?
¿Tengo un sentimiento de no haber obrado bien?
¿Me siento mal por ser yo mismo?
Más allá de los usos de esta expresión en la vida social, existe un aspecto importante a tener en cuenta. Cuando algo “nos sabe mal”, no siempre revela un problema de debilidad emocional. También puede manifestarse lo que el filósofo inglés Hume llamó sentimiento moral. Puede ocurrir que al evaluar nuestra conducta nos sintamos incómodos. Se trata de una conciencia de no haber actuado bien, al menos de acuerdo con nuestros valores. Hume observó que, aunque la razón sea suficiente para instruirnos acerca de la cualidad de nuestras acciones, se requiere que un sentimiento se despliegue para poder dar una preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas. Según él, entonces la moral está determinada por el sentimiento.
Visto de esta manera, cuando algo nos sabe mal quizá se expresa una conciencia moral. Por muchas razones que justifiquen nuestra conducta, el sentimiento nos advierte que algo, para nosotros, no está bien con relación a nuestra actitud. Ante nuestros dilemas morales (la vida psicológica humana está llena de ellos), disponemos de una brújula interior, de un sentimiento moral, que acompaña y distingue el bien y rechaza el mal.
Solo tres palabras, “me sabe mal”, designan algo cuyo sabor es amargo, difícil de tragar o que nos deja mal cuerpo. Esas tres palabras intentan describir cómo se organiza en nuestro interior un desajuste exterior. Lo que sabe mal, como el asco, pretende ser expulsado para sentirnos aligerados. Si se queda dentro, sufriremos. Si se arroja hacia fuera de cualquier manera, también. Si tratamos de disimular, aún será peor. A menudo, la única manera de resolver lo que nos ha sabido mal es ingerir algo que nos sepa bien. Algo que, como la alquimia, transforme el sabor. Y ese algo pasa por el movimiento y por el sonido, es decir, por los gestos y las palabras. Gestos amables y palabras de corazón. Cuando es así, nada sabe mal.
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