¿QUÉ DELATAN NUESTRAS EMOCIONES?
Todos hemos oído alguna vez comentarios del tipo: “Soy
una persona lógica, sé dejar las emociones a un lado y analizar las situaciones
objetivamente”
Esta afirmación lleva implícito el considerar la razón y
la emoción como dos entidades totalmente separadas que se pueden activar o
desactivar a voluntad.
Algo muy lejos de la realidad. Ambas están más separadas
en nuestra mente teórica que en nuestro tangible cerebro. La interacción entre
la parte encargada de las emociones (amígdala) y la zona responsable del
pensamiento racional (córtex) es constante, y las vías que los unen,
complejísimas. Además existen más vías de la amígdala hacia el córtex que a la
inversa, así que las emociones lo tienen más fácil para influir en nuestros
pensamientos. La razón lo tiene más complicado para manejar al “corazón”
Nuestro cerebro necesita al corazón para pensar.
Estos sentimientos no solo son imprescindibles para tomar
decisiones, planificar, reflexionar,
sino que cumplen una función clave para activar al organismo y para
relacionarnos con los demás. Han ido surgiendo a lo largo de la evolución con
ciertas finalidades. Son una parte esencial de nuestro software.
Ser humano significa sentirlas. Obviedad que a veces
olvidamos. Al ver a alguien triste, rabioso, ansioso, casi como un acto reflejo
vamos a calmarlo, como si quisiéramos desactivar esa emoción. Sin embargo, la
alarma solo se nos debería disparar cuando alguno de esos sentimientos se
instala permanentemente dentro. Entonces sí que debemos dedicarnos a descubrir
qué nos está pasando.
Vamos a centrarnos en algunas de las emociones más
estudiadas: enfado, miedo, culpa, vergüenza y tristeza. En nuestro cerebro se
encuentran las cinco. La sensibilidad de cada uno de ellos varía entre las personas.
Veamos:
ENFADO. Esta emoción se pone en marcha ante la ofensa
entendida como un agravio o ataque hacia nuestra persona o nuestros allegados.
En la época de nuestros ancestros, los que se enfadaban tenían más
probabilidades de sobrevivir que los que no. Somos hijos de los que se enfadan,
por eso conservamos esa sensación. En nuestros días, esa agresividad ha
perdido, en muchas situaciones, el sentido.
Gritar o pegar no suelen ser buenas estrategias para
afrontar lo que vivimos como una ofensa. Las personas que se enfadan
constantemente son las que lo interpretan todo como un ataque. Tienen la tecla
de la ofensa muy sensible y cualquier situación puede activar esa rabia. En el
caso de que sea el enfado lo que más nos caracteriza, deberíamos preguntarnos
por qué lo interpretamos todo como un ataque. ¿Quizá nos sentimos inseguros de
nuestro comportamiento? ¿Quizá nos valoramos poco? ¿Quizá partimos de que la mayoría de las personas les gusta
atacar?
MIEDO. La percepción de peligro es lo que lo activa. En
los días de nuestros abuelos cavernícolas, el miedo se ponía en marcha ante un
animal peligroso, por ejemplo. Esa
secreción de adrenalina desencadenaba una serie de cambios fisiológicos
para preparar el cuerpo para atacar o huir. El corazón latía más rápido para
que la sangre llegara con mayor celeridad a la musculatura, la sudoración
aumentaba para refrigerar, las pupilas se dilataban para captar mejor la fiera
que teníamos delante….Está claro que venimos de los miedosos. Los valientes,
los que no experimentaron estas reacciones, murieron comidos por el depredador.
Hoy día, en muchas circunstancias, estas reacciones pierden sentido.
¿Para que sirve sudar cuando contestamos un examen? Ese
miedo ancestral que llevamos en nuestras células explica por qué algunas veces
parece que nos va la vida ante trajines cotidianos. ¡Los problemas con el jefe,
la pareja, los hijos….los vivimos como si fueran un león a punto de comernos!
Cuando experimenta miedo, con frecuencia es porque lo vive todo como
amenazante. Si es ese nuestro caso, deberíamos identificar el porqué. A veces
se debe a que creemos que no tenemos suficientes recursos o habilidades para
afrontar la situación; otras, a que cargamos todo con una elevada importancia,
puede que veamos el mundo como un lugar extremadamente hostil.
CULPA La culpa aparece cuando hemos trasgredido alguna
norma, si no hemos actuado como creemos que hubiéramos tenido que hacerlo. ¿Por qué apareció la culpa cuando
todavía vivíamos en las cuevas? Pues porque sin ella no hubiéramos podido
funcionar bien como tribu. Las “normas” optimizan el rendimiento grupal. Por
tanto, un sentimiento negativo al transgredirlas impedía o disminuía la
probabilidad de que es comportamiento (que no favorecía al grupo) se volviera a
repetir.
Ese sentimiento hoy lo conservamos aumentado. La presión
social. La imposición de nuestra tribu es enorme. Si al mirarnos vemos que es
la culpa el sentimiento que más nos acompaña, es sin duda porque damos una
extrema importancia a todas las normas sociales. Tanta que dejan de ser
sociales y pasan a ser personales. Autoexigencias. La sociedad empieza por
domesticarnos, pero acabamos autodomesticándonos. Detectar que lo que vivimos
como normas impuestas son en el fondo autoexigencias es uno de los pasos más
gigantescos que podemos dar para superar la culpa.
VERGÜENZA La
vergüenza la sentimos cuando creemos que hemos fracasado, que no hemos actuado
de la forma ideal. La persona que siente vergüenza es la que carga con una gran
mochila de ideales. Ideales sobre cuál debe ser el peso, la forma de vestir, el
coche, el comportamiento en actos sociales…Si somos de los que experimentamos
esta emoción frecuentemente, convendría analizar esos paradigmas y bajarlos de
allá arriba. El mejor antídoto es la aceptación de la realidad tal cual es. Los
ideales, si son demasiados altos, lo único que provocan es frustración y
vergüenza.
TRISTEZA. La tristeza se presenta al valorar lo que nos
pasa como una pérdida. Cuando estamos tristes, nuestras energías disminuyen,
paramos, vamos más lentos, nos cobijamos, no queremos relacionarnos, nos
retraemos. El hecho de parar y no actuar sin más ayuda a la reflexión, a
entender, a procesar lo que nos ha pasado. La tristeza, como el resto de las
emociones, fue útil y lo sigue siendo, pero, como siempre, no en todas las
circunstancias y no cuando se vuelve sentimiento permanente. Si la pena es
nuestra compañera constante, debemos preguntarnos por qué valoramos lo que
sucede como una pérdida.
¿Es una pérdida o simplemente un cambio natural en el rio
de la vida?
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