Los que duermen en el suelo nunca que caen de la cama
El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro. El miedo
lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento. Percibo
mucho miedo en ti. Y así es, cuanto más y más frecuentemente nos enfadamos, más
y más profundos miedos albergamos.
El enfado, el enojo, la ira ola rabia son sentimientos
hermanos que tienen un mismo origen: el miedo. Y también tienen un mismo
destino: el sufrimiento.
Cuando un amigo no nos devuelve las llamadas, tememos
dejar de ser importantes en su vida. Si en el trabajo no se consideran nuestras
propuestas, sufrimos por la posibilidad de acabar siendo prescindibles y, por
tanto, despedidos. Nuestros enfados están conectados con un miedo concreto,
personal e intransferible que nos hace sufrir. Hagamos la prueba Recordemos la
última vez que nos hemos disgustado de verdad y tiremos del hilo de las
emociones. En el centro del laberinto nos toparemos con el miedo responsable de
que perdiéramos el control y nos sumergiésemos, por unos instantes, en el lado
oscuro de la fuerza.
¡Buenas noticias! Cuanto más oscura es la sombra, más
intensa es la luz que la provoca, y debemos saber aprovechar esa intensidad de
forma positiva, constructiva e inspiradora.
De forma más o menos metafórica, el enfado hace que
señalemos con el dedo, dirigiendo de esta manera nuestro disgusto hacia aquello
que nos está haciendo sufrir. Ese dedo acusador actúa como una varita mágica
que canaliza la energía oscura que se ha formado en nuestro interior,
liberándola para amansar el estrés. Mucho se ha hablado acerca de tratar de
dominarse, de no decir cosas que luego nos avergüencen y recuperar cuanto antes
el control de la situación. Bien. Pero lo que nos importa ahora es ver que
junto a ese dedo acusador hay tres que nos apuntan a nosotros y nos dan la
oportunidad de reflexionar.
Imaginemos que nos hemos enfadado con un amigo porque no
nos ha visitado cuando estábamos enfermos
y se lo lanzamos a la cara.
Sufrimos incluso más que cuando no vino a vernos. Ahora
repasamos qué tres reflexiones debemos hacer:
• ¿He agotado
todas las vías para transmitir lo importante que era
para mí que viniera a visitarme? ¿Le he llamado y le he
dicho que no solamente estoy enfermo, sino que además estoy bajo de moral y me
haría muy feliz que viniera a verme? ¿O he esperado que mi amigo los adivinase?
Si somos sinceros, veremos que en la mayoría de ocasiones hay algo que
podríamos haber hecho, algo que estaba en nuestras manos y que nos hubiera
ahorrado el disgusto.
• ¿Qué hice? Es
el momento de preguntarnos cómo hemos actuado
nosotros en situaciones similares. ¿Siempre hemos estado
cuando nos ha necesitado un amigo? Seguramente ha habido ocasiones en las que,
arrastrados por las inercias de nuestros días, no hemos estado todo lo
presentes que nos hubiera gustado. Esta pregunta nos tiene que servir para ponernos en el lugar de nuestro
amigo, entenderle y excusarlo, al menos, con la misma indulgencia con la que
nos justificamos a nosotros mismos.
• ¡Qué haré?
Bien, estamos enfadados. ¿Y ahora qué? Hay dos
alternativas. O bien, gracias a nuestras dos anteriores
reflexiones, nos hemos apaciguado y decidimos expresar nuestro malestar de
forma conciliadora, o bien decidimos que aquel a quien creíamos nuestro amigo
realmente no lo es. En este segundo caso no tenemos que enojarnos con esa persona,
sino con nosotros mismos, por no saber escoger amistades que satisfagan
nuestras necesidades emocionales.
Si, nos irritamos porque tenemos miedo, y en la mayoría
de las ocasiones el miedo es una alarma, una intuición a la que damos la
espalda. Mirarlo a los ojos lo diluye hasta que se transforma es una fuente de
energía y superación personal. Si nos enojan las malas notas de nuestros hijos,
no estamos sabiendo transmitir un ambiente de estudio, dedicación y
responsabilidad en casa. Cada vez que nos acaloramos debemos reflexionar para
plantearnos a qué miedo está atado ese berrinche. Descubrirlo y actuar sobre él.
Encauzarlo de forma inspiradora, hacia nosotros mismos, y ver qué podemos hacer
mejor. No podemos cambiar a los demás, pero sí influenciar en los otros. Si
creo que no soy importante en mi trabajo, no puedo hacer nada desde los demás.
No puedo ir a mi jefe y decirle: “Eh, considéreme más, que yo valgo mucho”. Eso
es absolutamente contraproducente. Sí que puedo, no obstante, analizarme. Ser
crítico. Enfadarme conmigo mismo sin culpar al ambiente, al entorno o la
alineación de los astros. Porque esas cosas no las puedo controlar. Sí puedo
mejorar mis contribuciones, descubrir mis puntos débiles y mitigarlos. A partir
de ese enfado inspirador es muy posible que mejore mis aptitudes y mis
contribuciones y acabe siendo mi jefe quien me llame y diga que yo valgo mucho.
Aunque sea por una vez, mi jefe tendrá razón.
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