Hace tiempo impartí una conferencia en una prisión de hombres. En el discurso hablé de emociones tan corrientes como la vergüenza, la pena, la rabia, el miedo o el resentimiento. En el turno del debate, uno de los internos contó cómo al ingresar en el centro penitenciario se sentía muy dolido por algo que su novia y su mejor amigo le habían hecho. No dio más detalles. Simplemente explicó que cada día, al despertarse, se encontraba encerrado no solo tras las barreras físicas de la cárcel, sino en una auténtica jaula de rencor. El detalle más punzante es que confesó que estuvo varios años así. Un día se dio cuenta de que el resentimiento era absurdamente inútil. ¿Qué iba a conseguir fantaseando continuamente con vengarse? Semanas después, la bibliotecaria que me invitó a impartir aquella conferencia me contó que, a raíz de esa confesión, otros internos resentidos se acercaron a él porque también querían deshacerse de esa carcoma que sentían en el pecho. Después de escuchar el testimonio de su compañero, comprendieron que era posible dejar a un lado el rencor.
Desde la infancia, la sociedad inculca la importancia de aprender a perdonar. De hecho, la atmósfera judeocristiana está impregnada de ese mensaje. Pero desde la psicología se le ha dado otro significado al perdón. Lo que se desprende de los estudios realizados en este campo es que no se debe perdonar con fines altruistas, sino por puro egoísmo. Es decir, hay que olvidar para alimentar nuestra propia felicidad. Para entender el sentido de este verbo, lo mejor es aclarar lo que no significa.
No quiere decir que haya que olvidar. No existe ninguna cirugía que extraiga del cerebro recuerdos tan dolorosos como los que han sufrido las víctimas de malos tratos, o aquellos que fueron el blanco de una estafa o de cualquier otro tipo de abuso o humillación. Es muy complicado vivir con ese dolor sobre la espalda, pero al final se puede superar. El milagro del perdón es que su capacidad corrosiva se va diluyendo. No solo mengua su mordiente, sino su aparición en la conciencia. Los recuerdos permanecen allí, pero, si se logra dejarlos atrás, es posible que no afloren tan a menudo. Al final aparecerán solo cuando se les invoque, pero nunca lo harán por sí mismos. Es comprensible que cuando el rencor está en plena ebullición, el resentido no se crea esta teoría, pero hay que confiar.
“La gente no está dispuesta a renunciar a sus celos y preocupaciones, a sus resentimientos y culpabilidades, porque estas emociones negativas, con sus punzadas, les dan la sensación de estar vivos”, dijo el Maestro. Y puso este ejemplo: “Un cartero se metió con su bicicleta por un prado, a fin de atajar. A mitad de camino, un toro se fijó en él y se puso a perseguirlo. Finalmente, y después de pasar muchos apuros, el hombre consiguió ponerse a salvo. ‘Casi te agarra, ¿eh?’, le dijo alguien que había observado lo ocurrido. ‘Sí’, respondió el cartero, ‘como todos los días”.
No significa tener que entender al otro. Es más fácil superar el resentimiento si se conocen los motivos que han llevado a la otra persona a hacer daño, pero no siempre existe una explicación lógica. Y sin embargo es muy tentativo caer en el error de buscar argumentos racionales que fundamenten el daño sufrido. Pero si se sigue este camino, se acabará dando vueltas y más vueltas a todos los detalles, pero no se concretará nada. Es decir, se adentrará en un laberinto de difícil salida.
Fred Luskin, director del departamento de estudios relacionados con el perdón de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos, aconseja que es bueno olvidarse de las expectativas sobre cómo deben actuar los demás para que ese laberinto del rencor se desplome por sí solo. Este lío llega a enzarzarse aún más cuando alguien se hace preguntas del estilo “¿Por qué a mí?”. Lo conveniente es intentar no dar respuesta a esta cuestión porque lo único que genera es más frustración.
No hay que reconciliarse forzosamente con el pecador. El perdón tiene más finales de los que nos enseñaron. No se trata obligatoriamente de poner la otra mejilla, quizá usted no esté dispuesto a arriesgarse más. Lo que cuenta es sentirse bien con uno mismo y quizá sea imposible volver a confiar en esa persona. Por este motivo, se puede llegar a perdonar a alguien y luego decidir si se quiere o no apartar a ese pecador de nuestra vida.
Entonces, ¿qué significa perdonar? Se trata simplemente de pasar página y olvidarse de la venganza. Un estudio dirigido por Christine Bogar y Diana Hulse-Killacky, de las universidades estadounidenses de Alabama del Sur y de Nueva Orleans, que fue publicado en 2011 por la revista Journal of Counseling & Development, muestra cómo el perdón fue la clave para que una decena de mujeres superaran los abusos sexuales que habían sufrido durante su infancia. Todas relataron que perdonar al agresor supuso un gran logro para dejar atrás ese capítulo de su vida. Saber olvidar es, por tanto, poner la felicidad en nuestras manos y no en manos del otro. Según algunas investigaciones, perdonar garantiza más años de vida, menos depresión y riesgo de infarto, una presión arterial más baja e incluso un sistema inmunitario fortalecido. En definitiva, la exoneración trae consigo bienestar y salud.
Por lo costoso que muchas veces puede resultar, solo se puede perdonar si se crece interiormente. Everett Worthington es, además de ingeniero nuclear, catedrático de Psicología de la Universidad de Virginia (Estados Unidos) y está especializado en el tema del perdón. Worthington confesó en una entrevista que alguna vez él también se había sentido incapaz de olvidar. Un ladrón entró en casa de su madre y la golpeó brutalmente hasta matarla. Su primer pensamiento fue acabar con el agresor con su bate de béisbol. Por aquella época, Worthington acababa de publicar uno de sus libros sobre la capacidad de perdonar. Parecía que la vida le estaba gastando una broma de mal gusto para probar si en realidad sabría aplicarse el cuento. Al final superó la prueba. Se puso en el lugar del ladrón y pensó en el pánico que habría sentido al entrar a una casa que creía vacía y encontrarse a una señora. Entonces se dio cuenta de que él mismo no era mejor que el ladrón porque en realidad el asaltante reaccionó al pánico y, en cambio, él se había planteado que quería asesinarlo.
¿El tiempo ayuda? No es fácil controlar las emociones y sentirse humillado es bastante normal. Pero una vez superado este primer sentimiento debe hacer acto de presencia la voluntad. A partir de aquí el tiempo puede jugar a favor o en contra. Si el resentimiento se enquista, se volverá crónico; si se deja pasar, será más fácil seguir adelante. Aunque pueda parecer de una obviedad aplastante, es necesario querer pasar página. A veces, alguna parte de nosotros está gozando con ese sufrimiento. Nos hace sentir vivos, lo preferimos a la planicie que, se intuye, vendrá después. Hay que proponerse dejar atrás lo que nos daña, como hace el personaje de Scarlett O’Hara en la película Lo que el viento se llevó cuando dice: “A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre”.
Para liberar el resentimiento, los expertos también sugieren pensar en el futuro. Sin embargo, cuando se está dentro de la oscura habitación de la amargura y se mira al exterior, la luz puede cegar tanto que es imposible ver nada. En ese estado es fácil cuestionarse qué sentido tiene pensar en nuevos propósitos. Pero la vida sigue y hay que volver a acostumbrarse a la claridad del día. Poco a poco irán apareciendo nuevas siluetas que nos devuelvan la ilusión y den portazo a los sentimientos más dolorosos. La puerta de esa habitación se abrirá solo después de un acto sincero de introspección. Entonces saldremos sintiéndonos diferentes, habremos madurado y lo que encontraremos fuera será mucho mejor de lo que recordamos.
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