Los niveles de pérdida
Tenemos miedo a la soledad y al sufrimiento. Pero hay que aceptar que las decepciones son la antesala de la sabiduría
En conversaciones con amistades suelen aparecer distintas maneras de contemplar el conjunto de una vida vivida. La mayoría suele hacer un ejercicio de apreciación existencial, es decir, admiten que a pesar de los pesares se sienten satisfechas con lo que les ha tocado vivir. Podría haber sido peor, dicen unas. Podría haber sido algo mejor, dicen otras. Pero todas admiten que ha valido la pena sortear las dificultades y gozar de momentos extraordinarios.
Las personas solemos disponer de un mecanismo, irreductiblemente tendencioso, para quedarnos con las experiencias buenas, recordar lo mejor, y soslayar lo duro, difícil e incluso extremo. Es una treta psíquica que permite encarar el futuro con una cierta esperanza, y evitar así el vacío existencial, el sinsentido, la insatisfacción, el desapego, el aburrimiento y, por supuesto, el dolor. Nos llevamos mal con el sufrimiento y aún más con el dolor, tanto físico, el más discapacitador para la felicidad, como aquel otro que reconocemos como desentrañamiento, es decir, el quejío profundo del alma.
Cuando la vida queda atrapada entre las polaridades placer o dolor, léase también sufrimiento, toda acción se reduce al logro o a la huida. Todo se reduce al juego entre el deseo y su resistencia. Queremos y a la vez adolecemos. De algún modo intuimos que, sigamos el camino que sigamos, van existir algunos niveles de pérdida. Y eso nos cuesta soportarlo porque, si de nosotros dependiera, lo querríamos todo al menor coste posible. Como los niños.
Madurar es aceptar pérdidas
Si tú llamas experiencias a tus dificultades y recuerdas que cada experiencia te ayuda a madurar, vas a crecer vigoroso y feliz, no importa cuán adversas parezcan las circunstancias. (Henry Miller)
Para Conectarnos Libro “Cómo llegar a ser un adulto”David Richo(Desclée de Brouwer).Película“La vida secreta de Walter Mitty”.Ben Stiller(20th Century Fox).
El indicativo más claro de la madurez, tanto personal como también de una sociedad, es la capacidad de transitar por sus pérdidas, el saberse vulnerable y sostenerse en el dolor propio. Lo que indica precisamente el nivel de inmadurez al que asistimos a diario a nuestro alrededor, es su extraordinaria forma de tapar, distraer, encubrir o negar todo lo que signifique dolor. Se castiga el error. Se modela la competitividad y se exalta la belleza exterior como símbolo de bienestar. El resto son desechos, estorbos, inconvenientes como sentir tristeza, fragilidad o vacío. Es la sociedad del éxito líquido, de la ganancia inmediata, del resultadismo por encima de todo.
Con esos parámetros, no es de extrañar que se huya de todo lo que huela a pérdidas. Sin embargo, están por todas partes. No son elección, pero sí condición de vida. El vivir es expectante, ilusorio a veces, de tal modo que buena parte del tiempo lo acabamos destinando al choque que se produce entre la realidad y nuestras expectativas. Ahí es dónde empezamos a perder aunque no lo parezca, aunque no lo lloremos.
David Richo, psicólogo clínico, propone seis afirmaciones para ser dichas y escritas en referencia al duelo:
1. Estoy y me siento triste y enfadado porque mi(s) progenitor(es) no me defendió/defendieron.
2. Estoy agradecido porque, en consecuencia, comienzo a aprender a defenderme por mí mismo.
3. Me imagino en mi infancia diciendo, con éxito, lo que pienso.
4. Perdono a mis padres por no defenderme.
5. Suelto la expectativa de que las demás personas me defiendan (aunque aprecio cuando lo hacen).
6. Ahora me defiendo a mí mismo con total poder y efectividad.
Tenemos la certeza de que las cosas serán como queremos. Cuando nos vamos dando cuenta de que no será así, primera pérdida, abandonamos la certeza por la esperanza de que así sea. Cuando la esperanza no es suficiente, segunda pérdida, luchamos, forzamos las cosas para que sean como queremos. Cuando somos conscientes de que ni así lograremos nuestros propósitos, tercera pérdida, comprendemos que el mundo no es como quisiéramos que fuera, ni los demás actúan como nos gustaría. Tres pérdidas, al menos, que no son dolidas hasta el final. Por eso, una crisis conlleva la caída amontonada de pérdidas anteriores.
Un ejemplo lo encontramos en las relaciones. Cuando se establece un divorcio, ese no es el instante crítico, la gran pérdida de la relación. Ya lleva tiempo acarreando mermas. Se esfumó el enamoramiento, la atracción por la cotidianidad, la esperanza de volver al principio, el rol de amantes para ser padres, la relación entre los hijos y las tareas, el amor porque se perdieron el uno al otro. El divorcio solo significa el duelo de todas las pérdidas.
Por eso, ante la sensación de insatisfacción, frustración o resentimiento cabe preguntarse: ¿qué expectativa se ha frustrado? ¿Qué ilusión se ha roto? Afrontamos así verdades que también aprendemos de mayores: nada es eterno. Todo pasa. Todo cambia. La vida no funciona como funcionamos nosotros. La vida es hermosa y dolorosa a la vez. Cómo integrar esas dos partes, sin morir en el intento.
Miedo al vacío
El vacío interior esconde tras de sí la misma cantidad de plenitud. Simplemente es cuestión de aceptarla. (Jung)
Una vez cazados por la frustración, por la insatisfacción o por el enfado. Una vez somos capaces de reconocer el dolor, la rabia, la tristeza, el resentimiento o la vergüenza, abre sus fauces un segundo sentimiento más profundo: el vacío. Ese es el que intentamos evitar a toda costa. Nos parece angustiosamente insoportable, cuando en realidad es el puente que necesitamos para lograr una auténtica catarsis emocional.
Los niños tienen la extraordinaria capacidad de alejarse del dolor con un nuevo entusiasmo. Su catarsis consiste en cambiar la atención de un objeto a otro, de una ilusión a otra en cuestión de segundos, eso sí, en medio de llantos y rabietas. De mayores somos algo más sofisticados. A las heridas del alma le ponemos tiritas o vendas ilusorias, ahorrándonos en lo posible la parte dolorosa, es decir, el encuentro con nuestras sombras, con lo más frágil y vulnerable.
Por eso preferimos hacer muchas cosas, llenar la agenda, acudir a muchas citas y actividades, comer compulsivamente, caer en adicciones y el sexo se usa más como consuelo que como placer. Por no llorar, por no sentirnos solos nos convertimos en expertos en el arte del engaño. Por no afrontar el duelo, empezamos lo antes posible una nueva relación, un nuevo trabajo, una nueva vida, sin tiempo a reposar los aprendizajes y sin tiempo a cicatrizar las heridas.
Cuando aparece el lobo del vacío complica demasiado una visión más fértil de su apariencia. No puede haber confianza en uno mismo si desconfía de ese proceso regulador. El pleno vacío de Occidente contrasta con el vacío pleno que viven en Oriente. Es cuestión de aprender a cambiar la perspectiva, darnos cuenta de que de ese vacío emergen todas las posibilidades. El vacío no es una nada. Es un espacio interior, un contenedor que admite todo lo que queramos ser. Si, por el contrario, uno anda demasiado lleno, sin espacios, se condena a ser una mera y continua repetición de sí mismo. Otra manera de llenarse.
El duelo como respuesta adaptativa
Héroe es todo aquel que ha vivido a través del dolor y ha sido transformado por él (David Richo)
Solemos pensar en el duelo como la forma de despedir a nuestros muertos. No obstante, a lo largo de una vida sufrimos de algunas o muchas pérdidas referidas a nuestras expectativas, sueños, compromisos, actividades y sobre todo relaciones. Es como si fuera uno de esos procesos que cuanto antes lo aprendamos mejor. En estos casos, consiste fundamentalmente en el arte de soltar.
El duelo es la respuesta adaptativa a la pérdida. Soltamos, no sin dolor, lo que ya es irrecuperable, lo que no volverá a suceder, la idea ilusoria que ahora debemos abandonar para vivir una vida más auténtica. Pero tenemos miedo. Miedo al dolor, al vacío, a la soledad y la invisibilidad. No me extraña. Como apunta Richo: “El cambio significa pérdida. Abrirse significa rechazo. La soledad muerte. La intimidad significa abandono”. Todo son posibilidades según vivamos en la confianza o en el miedo.
Cuando repasamos nuestra vida solemos tener esa perspectiva satisfactoria. Vemos lo bueno. Intentamos olvidar lo doloroso. Es pura supervivencia del ego. No obstante, si queremos que nuestra vida sea íntegra, además de satisfactoria, hay que aprender a darle valor a nuestra extraordinaria capacidad para transformarnos, sea por el camino del anhelo, o lo sea a través del dolor. Lo bueno no es solo vivir cosas bonitas, sino embellecerse en el proceso de duelo y aceptar que las decepciones son la antesala de la sabiduría
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