No puedo con tu madre
KAVIER GUIX
KAVIER GUIX
Adentrarse en una familia es descubrir la configuración de sus relaciones y lidiar con ellas, sobre todo con la que a partir de ahora podría ser la más complicada: la suegra.
Quisiera anticiparme a decir que el mito de la suegra es más mito que realidad. Por regla general, las relaciones tempestuosas con los suegros dan para mucho chiste y jolgorio popular, excepto de puertas para dentro, donde reina la cordura y la buena fe. Eso sí, allá donde el mito se encarna puede llegarse a vivir un auténtico infierno.
“Sería mejor no crear expectativas, actuar con naturalidad y entender que conocer al otro y llegar a amarlo lleva su tiempo”
Juana, sentada ante mí en la consulta, proclama a los cuatro vientos que no puede más:
–¡No soporto a mi suegra! Si las cosas siguen así, te juro que me separo.
–¿Has intentado hablar con ella?
–Es imposible. Si le dices algo, se pone enferma, se lo toma a la tremenda y tenemos drama para toda la semana. Pasa de perseguidora a víctima en un santiamén.
–¿Y tu marido que hace?
–Nada. Se limita a decirme: “Entiéndelo, cariño, es mi madre”. Cuando ella le pide algo, le faltan piernas. Si se lo pido yo, todo son excusas.
Probablemente algunas personas se sentirán retratadas ante esta situación. Otras quizá la hayan pasado. El caso es que la relación con los suegros en general, y con las suegras en particular, es de las más complejas que existen.
¿Dónde están los límites?
Aquella es bien casada, que no tiene suegra ni cuñada (anónimo)
Es curioso que a los yernos y las nueras se les apode “hijos políticos”. Es una excelente definición que hinca el diente en una doble dirección: son como hijos, aunque políticos, es decir, más legítimos que legales. Toca quererlos, sin haberlos votado. Según como vaya, se les puede llegar a amar, como dicen algunos, más que a los propios hijos. Si las cosas van mal, pueden convertirse en el chivo expiatorio de todas las calamidades, actuales y pasadas, del clan familiar.
Adentrarse en un sistema de parentesco no deja de ser entrometerse en una constelación de relaciones, afectos, hábitos, rituales y comportamientos establecidos. Ante tamaña telaraña, si no se ha huido antes, cabe enraizarse progresivamente, aprender a amar lo que es y desvelar los límites que bordean el sistema y sus relaciones. Hay organizaciones familiares más abiertas, las hay más cerradas e incluso fundamentalistas. Recuerdo a un amigo que el mismo día de su casamiento recibió este mensaje: “Ahora ya eres de los nuestros”.
Todo cambio en una familia acaba afectándola por completo. A no ser que el recién llegado sea como una figura del pesebre, nada será igual a partir de entonces. Aparecen las disidencias, las resistencias y también las complicidades, las lealtades y las alianzas. La relación con la suegra, empero, acaba siendo determinante en la paz o en la guerra familiar.
Agradar o competir
“Acuérdate, nuera, de que también serás suegra”. “Acuérdate, suegra, que fuiste nuera” (anónimo)
Todo necesita su tiempo. Las relaciones, aún más. Ocurre, sin embargo, que en esta relación pueden aparecer dos mecanismos de interacción: pretender gustar o pretender competir. Tanto lo uno como lo otro es reactivo, fuente de inseguridad y de miedos, y caldo para los conflictos. El exceso de agrado destapa sospechas. La competición radicaliza posturas y pierde de vista los intereses mutuos.
Sería mejor no crear tantas expectativas. Actuar con naturalidad y entender que conocer al otro y llegarlo a amar, o al menos a vivir afectuosamente, lleva su tiempo y ocurre si hay interés por las dos partes. La competición puede nacer ante la idea de “¿quién lo va a querer mejor que yo?”. Suegros, yernos y nueras se muestran convencidos de poseer un conocimiento inequívoco de aquel o aquella a la que aman, siendo por ello insustituibles. Cada uno tiene su razón, solo que a menudo olvidan un detalle.
Los contextos son muy condicionantes en nuestras vidas, lo son mucho más de lo que pensamos. No somos los mismos en todos los contextos, ni en todas las relaciones. Nadie como la madre conoce al hijo en casa. En cambio, lo desconoce fuera de ella. Nadie conoce al marido o a la esposa tanto como aquel o aquella con quien convive. En cambio, lo desconoce en casa de sus padres. Por eso hay quien no entiende el comportamiento tan diferente de su pareja cuando está en casa o cuando está en la de los padres.
El tercero en discordia. Llegados al extremo de la discordia, suele ocurrir que dos almas enfrentadas reclaman que aparezca el sujeto por quien sufren y resuelva con puño firme la complicada situación. Zarandean al marido-hijo para que se decante por una o por la otra. Sin embargo, el afectado quiere quedar bien con todo el mundo. No quiere saber demasiado del asunto y procura navegar entre dos aguas remando según sopla el viento. Sin duda, no es fácil estar en medio, pero la decisión de mostrarse pasivo o reducirlo todo a un problema personal (“el problema lo tienes tú”) contribuye a su mantenimiento. Lo perpetúa.
En eso, hombres y mujeres tenemos funcionamientos desiguales. La visión femenina de la existencia es holística, incluyente, preserva por encima de todo al sistema y sus relaciones. Por eso la visión masculina, que suele centrarse más en lo concreto, reduce el conflicto a un tema de caracteres incompatibles. En cambio, el tema es más profundo. Atañe al sentido del vínculo, que va más allá de la pareja. El árbol familiar no puede crecer con fortaleza si tiene raíces contaminadas o cortadas de cuajo.
Si uno se queda en medio, atorado, inerte, consigue todo lo contrario de lo que pretende en este caso: que las cosas se arreglen solas. No hacer nada solo va a servir para obstaculizar la fluidez. Aparecen entonces los chantajes emocionales, las comidas de coco y las decisiones radicales. Vale la pena recordar que, en todo sistema, un problema de relación lo tiene y lo sufre el sistema entero y no solo sus partes. Por eso hay que resolverlo, de un modo u otro, para que no se convierta en una manzana podrida que destruya el cesto entero.
El amor en orden. Suegros, yernos y nueras forman parte también de la constelación familiar, y para que todo fluya, cada uno debe estar en su sitio. Bert Hellinger apuesta por los órdenes del amor, es decir, por dar importancia al respeto al lugar que cada uno ocupa dentro de la constelación. La nuera no debe destronar a la madre, por ejemplo, ni la madre debe entrometerse entre su hijo y su esposa. En el orden del amor existen jerarquías que hay que considerar, si se quiere mantener intacto el sentido de pertenencia y una sana compensación entre el dar y en el recibir.
Lo contrario, el desorden afectivo, puede acarrear la aparición de nuestras peores sombras. A menudo, esos personajes arquetípicos, como las suegras, despiertan algo más que una relación complicada. Hacen aflorar de nuestro inconsciente temores atesorados: capítulos de abandono, amenazas, malos tratos, rechazos cruentos. Hay que recordar que lo que nos molesta de los demás es una proyección de todo lo que todavía no hemos resuelto de nosotros mismos. Las suegras se convierten, así, en maestras para nuestro propio aprendizaje.
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