El silencio
sobre el que me gustaría meditar aquí no es el que se le presenta a la vida
como una necesidad, como alternativa necesaria al ruido o a la palabrería.
No es que el
silencio sea ajeno a la vida y a sus necesidades, la forma de vivir que abrazan
cuantos huyen del mundanal ruido. Es que la palabra, antes de la cual ya
vivimos siempre –la palabra a la que la vida se adelanta-, no da lo que promete
a cuantos se apoyan en ella. ELLA es sólo
promesa, no dádiva cumplida. Pero, para
ser promesa de algo, la palabra humana ha de apoyarse, a su vez, en otra cosa:
en el silencio de la vida misma, en el silencio del que busca palabras porque
las necesita.
El silencio es
del que necesita una explicación. Del que requiere razones, palabras. Pero
éstas a su vez, necesitan silencio: sin él serían ruido, palabrería. No,
empero, un silencio alternativo al ruido o a la palabrería. No un silencio
necesario cuando nos molestan el ruido o la palabrería.
Que
necesitamos silencio ya lo sabemos. No hace falta explicar por qué. Lo que, sin
embargo, requiere una investigación es por qué sentimos la necesidad de hablar,
de explicarnos las cosas, y no sentimos, en cambio, la necesidad de callar.
Por qué,
teniendo ya la respuesta, seguimos haciendo preguntas; por qué sentimos alegría
o tristeza, temor o esperanza, antes de saber por qué.
Por qué, a
veces, nos faltan palabras y, cuando ya las tenemos, nos sobran; por qué, para
entender a los demás, deberíamos tener presente lo que han dicho y ya no dicen,
lo que han hecho y ya no hacen.
El silencio es
el lenguaje de la vida, el código oculto en lo que andan cifrados todos los
signos. Todos lo comprendemos y, por eso, nadie siente la necesidad de
explicarlo. Pero lo que no es necesario explicar es, tal vez, lo que más
necesitamos conocer.
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